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Hace unos quince años se puso en marcha, en el campus de la UIB, un experimento económico que con la perspectiva del tiempo resulta interesante comentar.

En España los campus universitarios construidos a las afueras de las ciudades, a partir de los últimos años sesenta y primeros setenta del siglo pasado, siempre tuvieron una concepción de cierto aire “soviético”, en donde los servicios individuales o empresariales quedaban arrinconados en aras de fomentar lo colectivo.

Los restaurantes universitarios eran el máximo exponente de esa tendencia, materializada en macrocomedores, preferentemente tipo self-service, con ofertas de almuerzos-rancho al más puro estilo de la uniformidad militar.

El campus de la carretera de Valldemossa no escapó de esa preferencia colectivista, pese a ser uno de los de construcción más tardía. Así, durante sus primeros años de andadura, comer en la UIB era una experiencia que no iba más allá de la de cubrir las necesidades mínimas de supervivencia.

Posteriormente, al construirse nuevos edificios, el macrocomedor dejó de utilizarse ya que seis de ellos contaban con espacios dedicados a la restauración. No obstante, el rectorado continuó adjudicando todos los establecimientos en régimen de concesión única o monopolista a una sola empresa, a la que se le marcaban todas las condiciones del servicio, desde el precio de los diferentes productos, los horarios e incluso las características de los menús.
De esta forma la experiencia de comer en el campus no cambió sino de lugar. Es decir, continuó ofreciéndose la misma comida tipo rancho, aunque a partir de entonces en distintos comedores.

Hubo que esperar a que transcurrieran los primeros años del nuevo siglo XXI para que, poco a poco, se fuese introduciendo competencia empresarial en el servicio de bares y restaurantes. Lo cual resultó muy complicado al no ponerlo fácil la legislación; de hecho, el proceso duró varios años que no estuvieron exentos de dificultades.

En cualquier caso, los resultados sí que fueron casi inmediatos. Los menús mejoraron notablemente, diferenciándose en función de la práctica del laisse faire de cada oferente. Desde entonces, quien quiera comer en el campus de la UIB se encontrará con la posibilidad de elegir entre diferentes tipos de menús y servicios, todos ellos de una calidad asimilable a la que se ofrece en cualquier otro de los muchos establecimientos de Palma, a precios más contenidos.

Durante estos años, cuando la regulación aplicada desde el rectorado (precio, horarios, etc.) ha acentuado los elementos que favorecen la competencia, el resultado ha sido, sistemáticamente, la mejora el servicio; también a la inversa. Eso sí, mientras que la fórmula monopolista le costaba dinero a la universidad, la competitiva se lo proporciona.

En definitiva, el experimento económico de la UIB ha permitido demostrar lo práctica que resulta una buena teoría económica.