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Transcurrido un año desde el comienzo de esta execrable epidemia, quizá sea este un buen momento para hacer un alto en el camino y reflexionar sobre cuál ha sido la respuesta de nuestro legislador tributario ante las condiciones tan adversas y desventuradas que, en general, nos han acompañado desde el ejercicio precedente.

Resulta innegable que, desde mediados de marzo de 2020, se han publicado numerosas disposiciones de índole tributaria que, en mayor o menor mesura, han tenido como objetivo común hacer frente al impacto económico derivado de la COVID-19.

Así, entre otras, se han aprobado las siguientes medidas: (i) el aplazamiento extraordinario de 6 meses de las declaraciones del primer trimestre de 2020 para pymes, (ii) la suspensión de los plazos de pago de las liquidaciones tributarias y de los aplazamientos en curso hasta el 30 de mayo de 2020 (iii) la eliminación del ingreso a cuenta del impuesto sobre estancias turísticas, (iv) la extensión del plazo para la presentación del Impuesto sobre Sociedades, (v) la introducción de incentivos fiscales para fomentar la rebaja de la renta arrendaticia, o (vi) la reducción de los módulos del régimen de estimación objetiva del IRPF.

Con más o menos tino, todo ello ha contribuido indiscutiblemente a mitigar, en parte, los efectos económicos negativos derivados de la pandemia.

Sentado lo anterior, y sin ánimo de deslucir lo hasta aquí reseñado, lo cierto es que hemos vivido también episodios francamente desconcertantes: (i) el tan espinoso como kafkiano asunto del IVA de las mascarillas, (ii) el rígido criterio de la Dirección General de Tributos a la hora de determinar la residencia fiscal de los viajeros que se quedaron literalmente atrapados en nuestro territorio, (iii) el incremento de los tipos de gravamen del IRPF, (iv) el castigo al régimen fiscal de los planes de pensiones, (v) el aumento del impuesto de matriculación, (vi) la eliminación de la exención plena de los dividendos y plusvalías en el Impuesto sobre Sociedades o, (vii) sobre todo, el cobro por parte de los ayuntamientos de los tributos locales (IAE, residuos sólidos, etc.) a establecimientos que han permanecido cerrados desde la declaración del estado de alarma.

Estos controvertidos capítulos forman parte también de la realidad acontecida en los últimos doce meses. En este sentido, cabría plantearse si, considerando las excepcionalísimas circunstancias, algunas de dichas medidas pueden haber supuesto una cierta erosión de los principios tributarios contenidos en el art. 31 de la Constitución (en especial, del principio de capacidad económica).

Y es que como sugería el profesor Carmelo Lozano Serrano (catedrático de Derecho Financiero y Tributario tristemente fallecido a causa del coronavirus), todos los principios constitucionales son obligatorios y vinculantes, sin que pueda ponerse en duda su naturaleza de norma jurídica “únicamente porque responden a declaraciones de ideales imposibles de ser aprehendidos en concreto“. Sirvan estas exiguas líneas para rendir homenaje a su ingente labor.