Netanyahu ha pasado más de diez años dirigiendo el país y ha convocado hasta tres elecciones en un año ante la imposibilidad de alcanzar acuerdos con el resto de partidos. | Reuters

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Benjamin Netanyahu abandonará la residencia oficial del presidente de Israel en unos veinte días. Ha accedido a ello tras llegar a un acuerdo con su sucesor, Naftali Bennett, responsable de hacer posible lo que a muchos se les antojaba imposible. No debe ser nada fácil para Netanyahu y todo su entramado familiar ajustarse a una nueva normalidad tras doce años viviendo allí.

Echemos la vista atrás y comparemos con una realidad más cercana para darnos una idea de la dimensión de lo ocurrido en Israel en las últimas semanas, ahora que se han cumplido tres años de la moción de censura que sacó del Gobierno al PP de Mariano Rajoy. ¿Se imaginan que el acuerdo contra el líder popular lo hubiera apoyado exactamente todo el espectro político representado en el Congreso? Que de Pedro Sánchez a Albert Rivera y Pablo Iglesias, pasando por un Santiago Abascal si lo hubiera, más los nacionalistas e independentistas de toda índole y procedencia, se unieran formaciones políticas que casan tanto como el agua y el aceite por el único propósito en común de desbancar a quien más recientemente ha ocupado el poder de forma omnímoda.

Como avanzamos es tan solo una simulación aproximada al caso israelí, donde una alianza de ocho partidos que abarcan desde la extrema derecha hasta los verdes y los israelíes de origen palestino han echado a andar lo rubricado hace unos cuantos días: un acuerdo de todos para sacar del gobierno a Benjamin Netanyahu. Al parecer el tiempo afianzó su dominio, pero también le granjeó enemigos en todas partes.

La coalición multifrente con representantes de derecha, izquierda, centro e incluso minorías étnicas no tiene precedentes en Israel y prácticamente en ningún lugar de su entorno. Ni siquiera se ha dado a esta escala en estados como Italia, con una tradición pactista mucho más destacada que, por ejemplo, España, que asiste al mandato del primer Gobierno de coalición de toda la historia de su democracia.

Si por un momento han imaginado el escenario propuesto al comienzo de estas líneas comprenderán que la gobernación será ardua. A pesar de que el líder del segundo partido tras el Likud de Netanyahu en las elecciones de marzo, el centrista Yair Lapid, se ha sacrificado sin optar a la investidura como primer ministro, en detrimento de los ultranacionalistas de Naftali Bennett, los analistas le conceden el mérito de haber dado en la tecla de la unidad en la heterogeneidad. Suyo es el mérito momentáneo de conseguir el ansiado para algunos relevo de Netanyahu, anclado al cetro desde un alejado 2009.

Los críticos podrán llamarle ‘gobierno Frankenstein'. Los que defiendan su necesidad lo vestirán como un gobierno de concentración, un gesto por la estabilidad y el bienestar del país en la línea del propuesto dentro de nuestros fronteras no hace tanto por el líder conservador.

No obstante el delicado encaje de tan distintas sensibilidades y opciones políticas aventuran un difícil caminar al experimento israelí, y se da por descontado que Netanyahu jugará al desgaste para tratar de embarrar el pacto. Como cuando recibió a la exembajadora de Estados Unidos Nikki Haley en la residencia oficial, después incluso de que Bennett asumiera el cargo. Veremos.