La represalia indiscriminada israelí en los territorios palestinos tras el ataque de Hamás del pasado mes de octubre es una constante amenaza que solo la deliberada prudencia de muchos actores clave - Hezbolá, Irán, Arabia Saudí, Egipto, y hasta el propio Israel, muy poco interesados en ensanchar el conflicto- ha impedido que pase a mayores. Pero cualquier paso en falso o exceso puede tener consecuencias nefastas. Líbano e Israel, con sus bombardeos cruzados; misiles sobre bases de EE.UU en Irak y Siria; presión israelí para forzar el éxodo de gazatíes a Egipto o Jordania y ataques hutíes a barcos en el mar Rojo son amenazas vivas con capacidad para desatar mayor violencia.
En segundo plano, los Acuerdos de Abraham que acercaron a Israel con países como Marruecos, Emiratos Árabes Unidos, Baréin y Sudán, y cuyo fin último es lograr que Arabia Saudí termine por reconocer al Estado judío, han quedado congelados, pero no muertos, por la guerra. Israel combate a Hamás en la Franja de Gaza, pero ha desplegado a unos 200.000 efectivos en su frontera con Líbano, donde se vive el momento más tenso desde 2006 con un intercambio de fuego que ya ha matado a unas 150 personas, la mayoría de lado libanés en las filas de Hezbolá.
También evacuó a más de 80.000 personas de las poblaciones de la frontera -bajo ataque constante del grupo chií-; lo que para muchos analistas es una señal de que no tendrá problema en abrir un nuevo frente, pero una vez que haya cumplido con la misión de desmantelar a Hamás. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, amenazó ya en numerosas ocasiones con «destruir» el Líbano si Hizbulá decide entrar en guerra abierta con Israel. Hezbolá, por su parte, juega con la ambigüedad. Incrementó sus ataques y amenazas, pero se ha cuidado mucho para no llevar la tensión a un punto sin retorno.
Líbano no quieren un conflicto, pero todos saben que la decisión no está en manos del Estado, sino del movimiento liderado por el clérigo Hasán Nasrala, quien se ha limitado a defender la «incertidumbre» como arma, al forzar a Israel a dividir sus fuerzas ante el miedo a un posible ataque masivo desde el norte.
Irán
Todos los ojos miran a Irán, aliado de Hezbolá y, según Israel, el principal causante de todos los males e inestabilidades de la región. Teherán celebró el ataque de Hamás con fuegos artificiales y alabó a sus responsables, pero al mismo tiempo se apresuró a negar cualquier implicación en el asalto del 7 de octubre y con cualquier otro ataque de Hezbolá, los hutíes o las milicias iraquíes. Irán sí se beneficia al ver como su archienemigo está en problemas y ver como su prestigio internacional se erosiona, al tiempo que su propio aislamiento se desvanece, con una creciente proximidad hacia otros países árabes al calor de los sentimientos compartidos hacia Palestina.
Irán ha afirmado en numerosas ocasiones que no quiere que el conflicto entre Israel y Hamás se expanda y vigila cuidadosamente que eso no ocurra. Son los rebeldes hutíes del Yemen y las milicias proiraníes de Irak los menos propensos a contemporarizar y, por tanto, pese a ser los más débiles enemigos de Israel, son los que más fácilmente pueden romper el frágil equilibrio. Pese a que sus armas son capaces de llegar a Israel o dañar un barco, no son una preocupación militar real para EE.UU o Israel.
Pero eso no implica que las cosas no puedan salirse de control, ya que un desafortunado misil sobre Israel o sobre un barco en el mar Rojo, puede desatar una represalia sin parangón. Precisamente, los ataques a buques comerciales en el mar Rojo que han lanzado los hutíes es una escalada de gran relevancia y con impacto global, pues algunas de las principales navieras globales han suspendido sus operaciones en la zona. Eso pone en jaque a la cadena de suministros global y amenaza con impactar a países importadores de petróleo y gas, como España.
EE.UU ya anunció una coalición para detener estos ataques, una situación compleja en el contexto de las aperturas para la paz en la zona que se habían dado en los últimos meses y el diálogo abierto entre Arabia Saudí y los hutíes. Los árabes no parecen tan disgustados por esos ataques como el resto del mundo y por lo menos Arabia Saudí no quiere que el castigo sobre los rebeldes yemeníes sea demasiado duro por unas acciones que cuentan con el respaldo moral de la mayoría del mundo árabe e islámico.
Otras crisis
Egipto y Jordania, países vecinos y socios de larga data de Israel, también han amenazado con una escalada del conflicto ante la presión constante del gobierno de Netanyahu para desplazar a los gazatíes fuera de su territorio. Por motivos morales, económicos, sociales, políticos y de seguridad, ambos países se niegan a aceptar esta «limpieza étnica» y la han marcado como línea roja inquebrantable.
Los Acuerdos de Abraham, el acercamiento entre Israel y los países árabes impulsado por el expresidente estadounidense Donald Trump, cuyo fin último era el reconocimiento de Israel por Arabia Saudí, están en un momento también complicado. Claramente no habrá avances en este sentido y las relaciones se han enfriado mucho, pero la ruptura total no se ha producido aún. Otra vez más, cualquier paso en falso puede desmoronar todo, pero el castillo de naipes aún sigue en pie.
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