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En Israel, los integristas más ortodoxos han salido a la calle en la manifestación más multitudinaria que ha vivido el Estado judío desde su creación en 1948. Aún admitiendo que la existencia de ese fundamentalismo en el seno de Israel no data de fechas recientes, sí hay que reconocer que no constituye una casualidad el que aflore ahora con singular fuerza, bajo el Gobierno de un Benjamín Netanyahu que ha sabido desde el principio sacar partido del exaltado ánimo de esos ultraortodoxos. Los enfrentamientos vividos estos días entre quienes quedaron anclados en los tiempos y preceptos de Moisés y aquellos partidarios de que el moderno Estado judío se rija por leyes laicas, ponen de relieve la división de la sociedad israelí, su falta de auténtica cohesión, motivada por el origen multinacional de sus componentes.

Posiblemente tengan razón quienes aventuran que el fortalecimiento del Estado israelí, su obsesión por defenderse de las amenazas de sus enemigos exteriores, han impedido el que los dirigentes judíos miraran un poco hacia el interior, hacia su propio pueblo para ver de hacer menores las extraordinarias diferencias que en aspectos esenciales existen entre quienes lo conforman. En estos momentos, el motivo de la protesta ultraortodoxa es una sentencia del Tribunal Supremo. Mañana puede ser cualquier otro. Algo que resulta especialmente preocupante si pensamos que estas demostraciones de fuerza (más de 200.000 manifestantes en la calle en el caso que referimos) guardan proporción con el peso que pueden alcanzar las exigencias de los integristas.

Frente al deseo de vivir en paz con el entorno árabe que expresan quienes quieren un Estado judío laico, los fundamentalistas se oponen frontalmente al plan de paz con los palestinos. Su actual eclosión y la fuerza que están exhibiendo es, pues, un problema que excede el ámbito de Israel, para convertirse en preocupación de todos quienes tienen confianza en que la paz llegue finalmente a Oriente Medio.