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Estando como estamos a las puertas de una confrontación electoral feroz en la que los dos partidos mayoritarios se encuentran a unos pocos votos del empate, se puede prever que de aquí a la primavera vamos a ser testigos de toda clase de agresiones verbales y de «destapes» de escándalos de una y otra parte.

El caso es que hasta el momento el partido en el Gobierno y su presidente, José María Aznar, se habían visto libres de acusaciones de corrupción y el Partido Popular podía permitirse el lujo de enarbolar la bandera de la limpieza y la dignidad en sus acciones políticas.

Pero ahora, desde hace unas semanas, están empezando a destaparse algunos casos puntuales que amenazan esa imagen a la que el PP nos tenía acostumbrados. Cierto que hay que reconocer que la dirección del partido y del Gobierno han sabido reaccionar al instante poniendo en su sitio a los presuntos corruptos, cosa que sus predecesores socialistas nunca hicieron, defendiendo en todo momento la honestidad e inocencia de personajes que hoy están encarcelados por sus actos.

Está claro que la corrupción es uno de los temas estrella en todo debate político que se precie en este país y el ciudadano casi asiste indiferente a los nuevos casos que van saliendo, con la convicción de que lo mismo pecan los unos que los otros y «el que esté libre de pecado que tire al primera piedra», situación inadmisible en una democracia y que los dirigentes deberían atajar.

Y lo peor es que ahora mismo, con noticias como la de las ya famosas «stock options» de Telefónica, da la sensación de que ni siquiera hace falta caer en la corrupción política para hacerse millonario. Basta con formar parte de ese pequeño grupo elitista que rodea a los amigos personales de los inquilinos de la Moncloa.