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España es hoy un país que acoge inmigrantes "aunque en menor medida que otras naciones europeas", cuando siempre ha sido al contrario. Las nuevas generaciones, acostumbradas al bienestar, a la democracia y a esa vorágine consumista que todo lo aplaca, han olvidado las tristes circunstancias en que vivieron sus abuelos: pobreza, guerra, emigración... Hoy todo se ve de otro color y a ello contribuye la malsana costumbre de verlo todo a través de la televisión y a través de los códigos de conducta de otros países tradicionalmente racistas. Por eso miramos al inmigrante con malos ojos, con desconfianza, cuando deberíamos "sobre todo cuando se trata de latinoamericanos que hace sesenta años nos abrieron de par en par las puertas de sus países" acogerles con un abrazo.

Ahora, en medio de un sonado alboroto, el Congreso de los Diputados acaba de aprobar por fin la reforma de la Ley de Extranjería que tanta tinta ha hecho correr y tanta polémica ha provocado. Se da la curiosa circunstancia de que los socialistas se han convertido en abanderados de esta ley, que mejora sensiblemente la situación de los inmigrantes extranjeros, cuando se trata únicamente de una reforma de la anterior normativa, que aprobaron ellos en 1985.

Así son las cosas. Y es precisamente el partido en el poder, PP, quien ahora pretende cambiar la ley recién nacida durante su paso por el Senado. Una contradicción que servirá para guardar las formas políticas: ahora digo sí y después cambio lo que me da la gana. Pues los populares creen que el texto "consensuado por todos los partidos parlamentarios y con el visto bueno de asociaciones implicadas en el tema" es demasiado amplio y facilita demasiado la homologación de los extranjeros con los nacionales.