Àngel no vive en una silla de ruedas desde que nació, sino que está postrado en ella desde aquel mal día de hace cuatro años en que en una décima de segundo cambio su vida: «Iba en moto con un amigo que llevaba el casco puesto, mientras mi hijo, que era quien conducía, no "recuerda la madre". De pronto, la moto rozó contra un autobús y ellos cayeron al suelo. Mi hijo quedó así, mientras que el otro salió ileso. Cuando veo a alguien que va en moto sin casco me echo a temblar. Si cayeran, podrían tener problemas como los que ha tenido él... Bueno, él, sus hermanos, yo, ¡todos!, pero sobre todo él».
El resultado de aquella caída fue tremendo. Seis meses en San Juan de Dios y silla de ruedas de por vida a causa de una hemiplejía y de una hemiparexis, o lo que es lo mismo, paralización total de una parte de su cuerpo, descontrol en la otra y pérdida del habla: «Y el chico no está enfermo, sino que entiende y logra comunicarse a través de una tablilla en la que está escrito el alfabeto y de un ordenador con un programa especial».
Si es terrible quedar como Àngel, más terrible es sobrevivir en soledad, rodeado de barreras, sin un hospital de día a donde ir, viendo que casi todo el mundo te da la espalda, comenzando por los amigos, «que al principio vienen a casa, pero que terminan olvidándose de él», a la vez que los políticos tampoco saben qué hacer con ellos ni dónde meterlos: «Me han dicho en Manacor que a lo mejor podría entrar en un centro de deficientes psíquicos. ¿Psíquicos? pregunté... ¡Pero si mi hijo no padece de eso! Mi hijo es minusválido físico, no psíquico. Seguro que si lo llevo allí terminará siendo también disminuido psíquico. Así que he pedido ingresarlo en un centro de Cádiz, uno de los cinco centros para disminuidos físicos que hay en España, pero también me dan largas».
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