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La decisión de la Audiencia Nacional en orden a investigar la denuncia presentada por la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú, sobre las violaciones de derechos humanos en Guatemala y la reacción que ello ha provocado en el seno de este país va a enfrentar a la opinión pública durante los próximos días a dos tipos de consideraciones. En primer lugar, hay que admitir que España -tras el caso Pinochetparece ya definitivamente convertida en tierra abonada para la denuncia de este tipo de excesos. Algo que, por cierto, no debemos lamentar, ya que ello habla de una sociedad española abierta en todas sus instancias a amplios horizontes de justicia. Otra cosa es que finalmente, como ha ocurrido en el caso Pinochet, no se lleven las cosas hasta el final por presuntas ingerencias políticas, o bien que este tipo de procedimientos estén reclamando ya a gritos la constitución de un Tribunal Penal Internacional con amplias atribuciones para acabar así con argumentos relacionados con la extraterritorialidad de los procedimientos. Si situaciones como la que comentamos desembocan en último término en la constitución de ese Tribunal Internacional, la verdad es que el empeño habrá valido la pena. Y la segunda consideración inexcusable en este asunto viene provocada por la reacción desde todo punto de vista arbitraria y absurda de las autoridades guatemaltecas, que han respondido a su vez a la denuncia de Rigoberta Menchú con una denuncia contra ella por traición a la patria, solicitando penas que van de los 10 a los 20 años. Francamente, tanto la premura en la reacción del Gobierno de Guatemala, como su desmesura, invitan a dudar extraordinariamente de su inocencia en toda esta cuestión. En Guatemala gobierna hoy un poder a la sombra del que fue dictador Efraín Ríos Montt y tanto él como sus secuaces parecen poco dispuestos a que se investiguen 36 años de dictaduras y conflictos civiles que podrían haber arrojado un saldo de 200.000 víctimas. Y lo cierto es que semejante actitud les califica.