Lo que en su día fue una medida polémica del Gobierno "la
decisión de indultar al juez Javier Gómez de Liaño tras ser
condenado por prevaricación" promete convertirse en un asunto de
mayor calado, que pondrá en evidencia las fricciones que el caso ha
desatado entre el poder ejecutivo y el poder judicial. El Tribunal
Supremo, en una decisión sin precedentes, ha optado por rechazar el
indulto gubernamental, alegando que Liaño no puede ser rehabilitado
en la carrera judicial porque su condena ha sido ya ejecutada y eso
iría en contra de la propia Ley de Indulto.
No ha sido, de todas formas, una postura unitaria, pues ocho de
los jueces del alto tribunal han votado en contra del indulto y
otros seis se han manifestado a favor. Se trata, además, de una
paradoja difícil de comprender, porque el Supremo acepta el indulto
"no le queda más remedio, pues es el Ejecutivo quien tiene esa
potestad", pero decide no aplicarlo por creer que no se ajusta a la
legalidad. Y ahí está la dificultad del caso, pues la condena de
Gómez de Liaño le inhabilitaba en sus funciones de juez y el
indulto anula esa condena, lo que implica la reintegración del
sentenciado a su carrera.
Como es natural, la reacción del Gobierno no se ha hecho esperar
y ya ha anunciado "aunque con prudencia, a la espera de que se haga
pública la resolución del Supremo" que defenderá la potestad de
conceder indultos que le otorga la Constitución. Una sala especial,
formada por magistrados del Supremo y miembros del Consejo de
Estado, podría dilucidar una solución al conflicto, aunque ya ha
quedado claro que la clase judicial "casi todas las asociaciones de
jueces se han mostrado satisfechas con la decisión del Supremo" no
quiere que el poder ejecutivo se inmiscuya sus competencias y pueda
anular una decisión, ya ejecutada, que no sea de su gusto.
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