Cuando llevamos años hablando y denunciando la violencia contra
las mujeres, el Día de la Mujer Trabajadora es también una ocasión
para llamar la atención sobre las condiciones de vida de millones
de féminas de todo el mundo, condenadas a soportar el menosprecio
masculino por su género. Todas las estadísticas lo constatan: la
mujer sufre más desempleo, cuando trabaja está peor pagada que el
hombre y se ve abocada a ejercer empleos precarios, infravalorados,
sin derechos laborales e, incluso, bajo la sombra del acoso sexual
y de la esclavitud.
Ése es el panorama y nosotros, aunque tenemos la fortuna de
vivir en el primer mundo y en un lugar próspero, no podemos decir
con la cabeza alta que en nuestras ciudades y pueblos la situación
sea otra. Quizá estemos lejos de la dramática experiencia de los
países pobres y de aquéllos que someten a sus mujeres a las peores
humillaciones "el ejemplo talibán está en todos los noticieros".
Pero tampoco aquí las mujeres están a la par que sus compañeros
masculinos. No es cosa de un día ni de dos cambiar la tradición
milenaria que establecía la inferioridad del género femenino. Todos
lo sabemos. Y pese a ello no deja de ser cierto que las mujeres
occidentales llevan ya demasiado tiempo intentando alcanzar una
igualdad que se les escapa una y otra vez.
Las más afortunadas tienen empleo fijo y retribuido
adecuadamente, pero no se libran de ejercer maratonianas jornadas
laborales gratuitas en el hogar, atendiendo a maridos, niños y
ancianos, además de llevar a cabo las tareas domésticas a cambio de
nada. Y las menos afortunadas se encuentran casi a la par de las
mujeres explotadas del tercer mundo.
Una realidad que se resiste a cambiar a pesar de que todos nos
llenamos la boca al exigir el cumplimiento de promesas tan etéreas
como «emancipación», «igualdad» y «libertad».
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