Como bien sabemos, los protocolos y convenciones de la ONU
suelen convertirse fácilmente en papel mojado cuando a los
dirigentes de los países no les interesa seguir adelante con tal o
cual compromiso. Ahí están para demostrarlo documentos tan básicos
y supuestamente inviolables como los derechos humanos o los
derechos del niño, que se violan cada día en casi cualquier parte
del planeta.
Por eso extraña poco que un líder político como George Bush se
haya saltado a la torera su promesa electoral de luchar para
proteger el medio ambiente y, a la vez, ha hecho saltar por los
aires el protocolo de Kioto, firmado en 1997, que comprometía a los
países industrializados de la ONU a recortar las emisiones de gases
de efecto invernadero.
El asunto resultaría cómico si no fuera porque en ello nos
jugamos nada menos que el futuro de la humanidad y de la hermosa
Tierra que nos acoge. Y resulta grotesco porque el documento
pretendía que los países desarrollados empezaran a recortar las
emisiones de dióxido de carbono a partir de 2008 y hasta cuatro
años después en un cinco por ciento con respecto a los niveles
registrados en 1990. Es decir, que si hace una década las emisiones
de veneno para la atmósfera eran ya insoportables, la idea era
reducirlas mínimamente diez años después de firmado el protocolo.
En fin, unos plazos tan amplios y blandos que parecía imposible
negarse. Pues ni con esas. Estados Unidos, que él solito emite el
25 por ciento de todos los gases irrespirables que respiramos
todos, se niega a cumplir. Y la excusa que pone Bush es que eso
sería un duro golpe para la economía del país, pues quizá el
control medioambiental de las empresas energéticas podría encarecer
el producto. O sea, que nos pudrimos todos para que los
norteamericanos sigan teniendo la luz a buen precio.
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