Los norteamericanos no cejan en su empeño de demostrar al resto
del mundo, y casi del universo, que son los mejores y, sobre todo,
los primeros. Por eso acaban de lanzar por tercera vez una sonda
espacial que tiene por misión explorar la superficie del planeta
rojo, ese vecino que bien podría convertirse en el futuro en un
bonito barrio periférico de lujo para los ricos de la Tierra. No se
entiende muy bien el empeño feroz de la NASA por saber si en Marte
hay o hubo alguna vez agua, de no ser por esa remotísima
posibilidad de establecer allí una colonia de terrícolas. Y en ese
hipotético caso, ¿qué demonios tendría que hacer nadie allí?
El caso es que se han gastado casi trescientos millones de
dólares, casi nada, para mandar al espacio una sonda que tardará
siete meses en llegar, pues nos separan casi quinientos millones de
kilómetros. Las cifras son desorbitadas, nunca mejor dicho, y la
mayoría de los ciudadanos, de aquel país y de cualquier punto del
globo, se preguntan el porqué de tanto derroche en un asunto que
roza la ciencia ficción.
La realidad pura y dura nos dice que tres cuartas partes del
planeta pasan hambre y mueren de enfermedades que son evitables con
una simple vacuna que para nosotros, en el privilegiado primer
mundo, están al alcance de todos. Pese a ello, que evidentemente
tiene remedio a base de dinero, los americanos deciden gastar
escandalosas fortunas en juguetes espaciales que, probablemente,
nunca llegarán a funcionar. Ya hace dos años la agencia espacial
norteamericana cosechó dos llamativos fracasos en su intento por
llegar a Marte con sondas como la «Odisea» que partió ayer.
Pero no todo se queda ahí, sino que además, el colmo de lo
impensable, también Europa tiene proyectada su propia misión a
Marte. Increíble.
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