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El culebrón en que se ha convertido el caso del español Joaquín José Martínez, condenado a muerte en Estados Unidos como presunto culpable de la muerte de dos personas, no deja de proporcionar noticias y sorpresas. Estamos acostumbrados a escuchar que Estados Unidos es el más grande de los países del mundo, muchos envidian su sistema y, por contra, los datos que nos llegan desde allí son poco menos que escalofriantes.

A este hombre lo condenaron a morir tras un juicio lleno de mentiras, de pruebas manipuladas y de falsificaciones en el que aunaron sus fraudulentos esfuerzos desde el policía hasta el forense, con la inestimable ayuda de una ex mujer delosa y vengativa.

Ahora, sólo gracias a que su familia ha conseguido reunir la nada despreciable cantidad de ochenta millones de pesetas "la mayoría por suscripción popular en todo el país" ha tenido derecho a un nuevo juicio, del que quizás salga bien parado al quedar desmontado todo el entramado de falsedades.

No es preciso entrar a reflexionar sobre la culpabilidad o no del acusado para darse cuenta de que el sistema judicial norteamericano deja mucho que desear. Y como primera conclusión "nada baladí, desde luego" cabe afirmar que en el país más poderoso del mundo sólo tienen acceso a un juicio justo los ricos. Porque los pobres, y en especial si son hispanos o negros o de cualquier otra minoría, son utilizados demasiado a menudo como chivo expiatorio en procesos difíciles o sin perspectivas de hallar a un culpable real.

Otra de las conclusiones es también tajante: la pena de muerte, tan querida allí, no tiene retorno posible; los años pasados en el corredor de la muerte nadie los recupera y, en fin, sólo se está a tiempo de rectificar cuando el acusado sigue vivo. Para Martínez, por fortuna, ha habido una segunda oportunidad. Pero ha sido la excepción.