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El presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, llegó ayer a España y viajará a Goteburgo para mantener una cumbre con la Unión Europea, en un momento en el que las tensiones entre ambas partes son evidentes debido a las serias divergencias en temas absolutamente esenciales. El primero de ellos, sin lugar a dudas, es la negativa estadounidense a suscribir el protocolo de Kioto para la reducción de emisiones de gases contaminantes que provocan un incremento del efecto invernadero e inciden, por tanto, en el cambio climático. Los enormes intereses de las grandes productoras de combustibles orgánicos y de las industrias norteamericanas han sido determinantes para la adopción de esta postura por parte de la Administración Bush, pero eso supone, evidentemente, una clara salida hacia adelante sin tener en absoluto en cuenta las más que posibles consecuencias de este desequilibrio atmosférico.

A ello hay que añadir la postura sobre la política de defensa de EE UU, más pendiente de Asia que de los conflictos balcánicos, fundamentales para los socios europeos, y la tibieza inicial de Bush sobre el conflicto de Oriente Medio, en el que su antecesor, Bill Clinton, se había implicado firmemente para poder establecer un plan de paz sólido que condujera al fin definitivo de la violencia en la zona.

Pero evidentemente, a europeos y norteamericanos nos separan conceptos fundamentales. En este sentido, para Bush, la pena de muerte no es «un acto de venganza, sino de justicia», mientras que para sus aliados europeos es un claro atentado contra el más elemental de los derechos humanos. A Bush, siendo gobernador de Texas, no le tembló el pulso a la hora de confirmar decenas de sentencias de muerte. En Europa, esto nos parece impropio, inhumano e, incluso, un acto de barbarie.