Tal día como ayer se conmemoraba el final de la Segunda Guerra
Mundial con la capitulación de un Japón humillado y vencido. Pero,
al mismo tiempo, podría recordarse el inicio de esa especie de
tercera guerra mundial no declarada que ha sido la Guerra Fría.
Hace precisamente estos mismos días cuarenta años que se inició la
construcción del muro de la vergüenza, de esa barrera de cemento y
alambradas que partió en dos Alemania, castigando a un pueblo
derrotado.
Los vencedores de esa terrible guerra que duró seis años y asoló
medio mundo "hubo millones de muertos y una destrucción casi total
de Europa" establecieron entonces sus condiciones para dejar
respirar a los alemanes y el castigo era ése: la partición.
Familias, amigos, vecinos, se vieron separados forzosamente en
virtud de unas líneas imaginarias establecidas a escuadra y
cartabón.
La mañana del 13 de agosto de 1961, cuarenta mil sodados y
policías de la llamada República Democrática Alemana, siguiendo
órdenes de Moscú, comenzaron a establecer un muro que llegó a medir
155 kilómetros para evitar que los alemanes que quedaron en manos
del bloque comunista huyeran al otro lado. Allí quedaron ancladas
las vidas de 267 personas que fueron acribilladas cuando intentaban
atravesar el muro.
Ahora, aquellos hechos no son más que un recuerdo y seguramente
las nuevas generaciones lo ignoren todo de un pasado tan cruel que
resulta difícil de asimilar. Hace doce años que aquella muralla que
castigaba a los berlineses cayó derrotada por la fuerza de la
historia y los más jóvenes preferirán mirar hacia el futuro. Sin
embargo, tanto tiempo después, todavía existen dos Alemanias, la
pobre y subvencionada por el Estado, y la rica, solvente y
poderosa. Quizá todavía tengan que caer otros muros invisibles que
aún siguen en pie.
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