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La literatura, la tradición, la leyenda, nos han venido hablando de la muerte en el mar como un desenlace en ocasiones glorioso, hijo de la aventura, y en otras como fatal y respetable azar sometido al riesgo que corren quienes en el mar faenan. Pero hay otra forma de morir en el mar conocida desde antiguo que la mezquindad y la codicia de los tiempos modernos han traído al presente. La suerte de los esclavos, tratados como bestias por los negreros, revive hoy en este cochino asunto de las pateras que en su macabro periplo a través del Estrecho de Gibraltar siembran de cadáveres las costas del sur de España. Víctimas de su impericia en el manejo de la embarcación, o directamente lanzados a las aguas por sus verdugos, más de 1.000 personas han muerto en las inmediaciones del Estrecho. La noticia de su tragedia, por habitual, ha dejado casi de serlo, ocultándonos esa tragedia individual que se halla tras cada caso. Por otra parte,la semiindiferencia con la que la Administración de nuestro país vive semejante drama, determina igualmente que éste no sea experimentado como tal. No hacer todo lo que está al alcance para evitar hechos de esta naturaleza, equivale a un comportamiento indiferente, reconocida la magnitud del problema. No se está tratando la cuestión con la energía y la sensatez que el asunto requiere. No es suficiente con recurrrir a la protesta diplomática. La «frontera» que los españoles tenemos con el norte de Àfrica es la que conoce mayores arbitrariedades e irregularidades del continente europeo, lo que debiera llevarnos a enfocar la cuestión, razones humanitarias aparte, con más interés que nadie. Pero,ni invertimos suficientemente en esos países cercanos, a fin de limitar la inmigración, ni atacamos con la necesaria contundencia a esas mafias que se dedican al tráfico humano, ni desplegamos una política estrictamente administrativa de amplio alcance que contribuya a paliar todo el daño humano que se está generando. Mientras, y para vergüenza de todos, los cadáveres siguen llegando a nuestras costas.