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Tras el desmantelamiento de la Unión Soviética y el consiguiente fin de la denominada «guerra fría», el mundo se preparó para vivir unos tiempos en los que la hegemonía norteamericana no encontraría la menor discusión. Erigidos en auténticos dueños del panorama internacional, los Estados Unidos de América se disponían a gobernar un planeta huérfano de grandes fricciones. No obstante, los atentados del 11 de septiembre parecen haber despertado las ambiciones expansionistas de Washington hasta extremos equiparables a los que se conocieron décadas atrás, cuando la pugna con el otro poderoso bloque llevaba al gran país americano a una política de claro corte imperialista.

Al presente, EE UU se dispone a construir bases militares permanentes no tan sólo en el Afganistán «conquistado», sino también en otros lugares de Asia Central como Kirguizistán y Uzbekistán. A la vez, el Pentágono empieza a señalar a países como Indonesia, Filipinas, Somalia y Yemen como posibles objetivos de su particular cruzada contra el terrorismo internacional.

Cualquier lugar que pueda ser considerado por los estrategas de Washington como posible refugio de las huestes de Al Qaeda es susceptible de convertirse en los próximos tiempos en zona de conflicto a la que llegarán las tropas norteamericanas. Del mismo modo, el estacionamiento de sus fuerzas en lugares considerados de interés "interés norteamericano, evidentemente" disfrutará de la denominación de asunto prioritario. En tales circunstancias, a muchos ciudadanos del mundo les asaltará un inmediato interrogante: ¿Realmente, para qué sirvió el fin de la «guerra fría? Dicho de otra manera, cuánto pueden tardar otras potencias mundiales, con Rusia a la cabeza, en cuestionar una política de Washington empeñada en repetir errores de antaño.