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En círculos económicos mundiales no se escucha hoy otra pregunta: ¿Llevará la caída de la Bolsa de los Estados Unidos a una depresión? Entre los expertos las opiniones se dividen, si bien existe una general tendencia a establecer que no se dan las condiciones adecuadas para una crisis de grandes proporciones. Al margen de los expertos, en esferas políticas se matiza aún más el pesimismo al que conducen ciertos datos a sabiendas de que el pánico a que algo así ocurra favorece en estos casos la crisis, y por tanto se alienta un cierto optimismo con reservas. Más allá de esos estados de opinión, lo más sensato parece analizar situaciones similares que se hayan dado con anterioridad y extraer las pertinentes conclusiones. Recurriendo a los manuales, por así decirlo, el tránsito de una desaceleración económica "como la que ahora se vive" a una seria depresión presenta unas fases clásicas. La caída de la Bolsa genera una crisis bancaria y así los bancos, al descubrir que no pueden cobrar lo que se les debe y que por tanto se enfrentan a la bancarrota, lo que hacen es restringir la concesión de nuevos créditos. Llevadas las cosas a su extremo, los clientes retiran sus depósitos bancarios "si pueden, o no, como hemos visto en Argentina" lo que contribuye a acelerar la crisis y a desanimar una posible inversión procedente del exterior. Finalmente, se produce un desequilibrio en la balanza de pagos y el país no puede pagar su deuda externa. ¿Puede ocurrir todo esto en las circunstancias actuales? Bueno, los más optimistas juzgan que no, ya que pese a las pérdidas registradas por los bancos norteamericanos debido al hundimiento de la Bolsa, éstos siguen siendo fuertes, están bien capitalizados y son capaces por tanto de resistir el envite. Por otra parte, un país como USA, que paga a sus acreedores en su propia divisa, el dólar, tiene casi asegurada la inversión por más que su moneda pierda valor, pero aún así una política monetaria expansionista le serviría para hacer frente a una desaceleración económica que fuera a más. Existen, pues, motivos para la inquietud pero no para una abierta desconfianza.