El increíble maniobreo llevado a cabo por Silvio Berlusconi y
sus abogados ha desembocado en una situación insólita. En efecto,
para resolver si finalmente recaerán sobre él sentencias sobre los
sumarios que tiene abiertos, o bien si éstos serán cerrados, se
dependerá de las decisiones del Tribunal Supremo, del Parlamento,
del Tribunal Constitucional, del Órgano de Autogobierno de los
Jueces, de un tribunal de Milán y de la Presidencia de la
República. Nunca en la historia de Italia tantas instituciones
habían coincidido en tratar el caso de una sola persona.
En un plazo de pocas semanas la justicia italiana se verá
obligada a dirimir una cuestión tan espinosa. Con tal de lograr una
total inmunidad, o simplemente de eludir la acción de la justicia,
el jefe de Gobierno no ha vacilado en recurrir a todo tipo de
tretas, incluyendo ese proyecto de ley presentado al Parlamento que
permitiría pedir el traslado de un proceso cuando el imputado tenga
«la legítima sospecha» de que los jueces del caso no son
imparciales. No es preciso ser un jurista experto para advertir
que, de aprobarse dicha ley, cualquier presunto delincuente podría
pedir el traslado de su proceso a otro tribunal, por lo que debería
empezarse de nuevo desde cero "lo que en muchos casos conduciría a
la prescripción del delito" y en la práctica llevaría a un bloqueo
de todo el aparato judicial. Ni siquiera la posibilidad de que ello
ocurra ha detenido a un Berlusconi sin escrúpulos que sitúa su
propia conveniencia por encima de los intereses de su país.
Buena parte de la sociedad italiana se escandaliza ante un
espectáculo tan bochornoso y, lo que es peor, teme con cierto
fundamento que un sujeto que jamás debiera haber llegado a la
presidencia del Gobierno salga con bien del asunto.
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