Aunque ahora nos resulte casi increíble, la guerra del Golfo de
1991 duró cien horas, cuando se suponía que el Ejército de Sadam
Husein era uno de los más temibles de la zona. Quizá por eso en
esta segunda guerra los optimistas pensaban que el ataque aliado
sería poco más que un «paseo militar» por esas tierras desérticas
en las que la población civil aclamaría a sus libertadores y los
militares se rendirían traicionando al dictador.
Nada más lejos de la realidad. Bien se encargó de advertirlo el
presidente norteamericano George Bush en las primeras horas del
conflicto, cuando todos se las prometían muy felices. «La guerra
puede ser larga y dura». Todas las guerras lo son, por poco que
duren. La muerte, la destrucción, el dolor de todo un pueblo
pervive durante décadas en la memoria colectiva y todo eso no
resulta gratuito. Muy al contrario. Se paga muy caro.
Lo estamos viendo en Irak. El avance hacia Bagdad resulta más
costoso de lo previsto, la toma de ciudades como Basora o Um Qasar
parece casi imposible para unas tropas tan bien pertrechadas como
las americanas y las británicas, la arena del desierto puede más
que la moderna tecnología y hasta los impresionantes helicópteros
yanquis acaban vencidos por los disparos de unos campesinos.
Lo cierto es que en esta guerra, como en todas, es difícil
fiarse de las apariencias y la información nos llega tan filtrada
por el velo de la propaganda militar que hay que tomarla con mil
precauciones. Pese a ello, una idea se cuela por todos los
rincones: la leyenda de David y Goliat, que vuelve a hacerse
realidad, aunque sea por unas horas.
A la postre se supone que los aliados vencerán, pero el precio
será tan alto que habrá que lamentarlo durante décadas.
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