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La guerra cumple una semana y nadie tiene muy claro ni cuándo va a terminar ni cuánto va a costar, pues parece que lo peor está todavía por llegar: la batalla cuerpo a cuerpo en Bagdad. Pese a ello, en los grandes despachos, financieros y empresariales de EEUU ya se reparten los proyectos de «el «día después». Nadie puede borrar aún de la memoria la imagen de esa niña iraquí destrozada por las bombas, símbolo ya de esta contienda, cuando el negocio multimillonario de la reconstrucción de un país deshecho se ha puesto en marcha. Las primeras concesiones se han otorgado y, cómo no, a empresas norteamericanas muy afines a Bush. Era de esperar, pero no tan pronto.

Mientras, en España, las posturas se enconan todavía más. Las calles siguen llenándose de manifestantes -algunos muy violentos- en favor de una solución pacífica al conflicto, las tertulias televisivas y radiofónicas continúan defendiendo el «No a la guerra» y el Congreso de los diputados asiste una vez más a la firmeza absoluta de un presidente del Gobierno que parece cada día más solo en su idea de secundar las posiciones de Bush y Blair, mientras sus concejales, alcaldes y candidatos políticos para las próximas elecciones se enfrentan a la furia ciudadana. Pero, ciertamente, no se puede admitir que para exteriorizar una opción pacifista se utilicen modos violentos. Una vez más, elementos radicales están aprovechando las protestas para realizar acciones vandálicas que todas las organizacions deben condenar.

Sabe Aznar que el 25 de mayo está cerca aunque él insiste en que no pretende obtener réditos políticos de este asunto. Desde luego que los sacará, pero no precisamente a su gusto. En especial si la guerra se prolonga, como parece, y la amenaza de una recesión económica mundial vuelve a planear sobre las débiles perspectivas que ya nos acechan.