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Según un informe elaborado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) hecho público días atrás, España ocupa el puesto 20º en inversión en enseñanza de los 30 países que forman parte de la citada organización. Algo que no puede dejar de sorprender si tenemos en cuenta el ciclo de pujanza económica que ha atravesado nuestro país y que en principio haría suponer como razonable el que se hubiera incrementado el gasto en educación. No obstante, los datos resultan irrefutables: aquí, el porcentaje del Producto Interior Bruto dedicado a la educación es un punto inferior a la media, registrándose la preocupante circunstancia de que ha descendido seis décimas desde 1996, coincidiendo con la llegada al poder del Partido Popular.

Amén de otros datos contenidos en el informe aludido -escasa presencia de nuevas tecnologías de la comunicación en el sistema escolar, o una calidad de enseñanza inferior a la media en términos de rendimiento- y que guardan relación con la baja inversión, el estudio establece inequívocamente que el conjunto de nuestra enseñanza arroja unos valores mediocres. Es natural, por ejemplo, que el ciudadano español se escandalice al constatar que el número de ordenadores por alumno en España es menor que el que podemos encontrar en Portugal, o en Hungría.

Máxime cuando paralelamente se tiene noticia de las fabulosas inversiones que se están llevando a cabo en otros campos cuya relevancia social no es comparable a la de la educación. En tales circunstancias, que se nos hable de una enseñanza de calidad, o de la educación de los jóvenes como garantía del futuro, es algo que carece de mucho sentido y, sobre todo, que pone de relieve la falta de interés, o el fracaso, de la política educativa del Gobierno.