Toda una generación de españoles ha nacido, ha crecido y se ha
convertido en adulta bajo el manto protector de una Constitución
moderna. Esto, que a los más jóvenes les resulta obvio y natural,
es todo un hito en la historia de España. Y para quienes vivieron
la guerra, la larga y triste posguerra, la dictadura y la difícil
transición, un motivo de celebración.
Por eso, estos días se repiten las felicitaciones y los
parabienes para una Constitución que ha conseguido lo que parecía
imposible en este país: asentar la convivencia entre los pueblos y
naciones y convertir en casi natural el respeto a las
diferencias.
Pero ello, que no es poco, tampoco significa que el texto
constitucional sea una piedra inamovible e intocable que tenga que
perpetuarse sin mácula de aquí a la eternidad. Porque España es hoy
una realidad muy distinta a la que generó la Constitución de 1978.
Un cuarto de siglo es tiempo suficiente para que un país sufra toda
clase de cambios culturales, políticos y sociales. Y el tiempo así
lo demuestra. Por eso, los inmovilistas tienen pocos argumentos a
los que aferrarse, pues de entrada urge modificar algunos aspectos
del texto constitucional como la sucesión de la Corona o el
protagonismo de las autonomías en el Senado.
No hay que tener temor a abrir «el melón de la reforma
constitucional», como lo llaman muchos, siempre que se haga con
voluntad de consenso y sin intransigencias de ningún signo. Es
necesario recuperar, precisamente, el espíritu constitucional del
78 para introducir aquellos cambios imprescindibles para que todos
los ciudadanos se sientan cómodos bajo el paraguas generoso de una
Constitución auténticamente viva. Sólo así tendremos una Carta
Magna que dé respuesta a la realidad de la España del siglo
XXI.
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