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Últimamente, inmersos ya en plena precampaña electoral -quizá sean las elecciones en las que más se juegan unos y otros-, los líderes del PP se cansan de repetir un día sí y otro también que en el PSOE no se ponen de acuerdo y que cada una de las 17 federaciones socialistas presenta programas completamente diferentes. Y no les falta razón. El liderazgo de Rodríguez Zapatero, que tan bien había empezado la campaña, tomando la delantera al PP, empieza a perder firmeza por las «jugarretas» de algunos de sus barones, que parecen más que dispuestos a jugarle una mala pasada. Desde la propuesta federalista de Pasqual Maragall antes de las elecciones catalanas no se había oído nada tan escandaloso como lo que el extremeño Rodríguez Ibarra lanzó a la arena el otro día, para retirarlo horas después al ser consciente del huracán que había provocado.

Si desde Barcelona los socialistas parecen encantados de ir de la mano de los nacionalistas más radicales, desde Cáceres las cosas se ven de otra manera y a Ibarra no se le ocurrió idea más peregrina que proponer que los partidos pequeños (los que sólo se presentan en algunas circunscripciones) desaparezcan del mapa parlamentario. Así de fácil.

O sea, dejar a millones de gallegos, vascos, catalanes, aragoneses y canarios sin voz ni voto en el Congreso de los Diputados, que quedaría limitado a un bipartidismo feroz con Izquierda Unida como pequeño invitado.

Como es lógico, todo el mundo se echó las manos a la cabeza, pero el daño ya está hecho. El PSOE vuelve a aparecer ante la opinión pública como un partido desestructurado en el que cada uno tira hacia donde quiere. Difícil lo tienen para ganar unas elecciones y más con discursos tan lejanos a la realidad democrática y plural de España como el de Ibarra.