En toda situación límite hay un rasgo de esperanza y este jueves
vimos centenares de ejemplos. Personas anónimas de toda condición y
edad se volcaron desde los primeros minutos para intentar paliar en
la medida de lo posible todo aquel espanto. Rescatando heridos de
entre los restos de los vagones, aportando mantas para cubrir los
cadáveres, trasladando a los supervivientes en sus propios coches,
donando sangre de forma masiva o prestando palabras de consuelo a
los familiares.
Es la otra cara de la moneda. La de la inmensa y pacífica
mayoría, que nos muestra siempre y en cualquier situación la mano
de la solidaridad, el abrazo de un amigo.
Lo mismo vimos ayer por la mañana, cuando miles de personas
detuvieron cuanto estaban haciendo, cortaron sus palabras y
salieron a la calle para expresar con el silencio un dolor
profundo, difícilmente asumible.
Por la tarde ya fue la expresión máxima de una sociedad rota por
la tragedia. Todas las ciudades españolas reprodujeron la misma
imagen, la de un pueblo herido que grita en silencio su hartazgo y
su indignación. Verdaderamente no merecemos esto. Una ciudadanía
capaz de dar semenjantes muestras de civismo, de tolerancia y de
solidaridad no debería verse en el trago de soportar algo así.
Hoy es la jornada de reflexión y ya llevamos tres días
reflexionando. Es un buen momento para plantearnos muchas cosas,
entre ellas qué tipo de sociedad queremos y estamos dispuestos a
luchar para conseguir. El compromiso con la paz debe ser absoluto,
total, sin ambages y en todos los sentidos. Sean finalmente unos u
otros los autores de la masacre, la determinación de arrinconar a
los intolerantes y a los violentos debe ser contundente.
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