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Àguilas, ciudad costera de Murcia, puede que sea uno de los lugares más bellos que he visto, aún poco destruido por el progreso. Una playa en forma de semicircunferencia concentra a la mayoría de turistas, casi todos españoles. Hay poco bullicio durante el día y mucha tranquilidad por las noches, sobre todo en la Plaza Mayor, única, pues a ella desembocan ocho calles y en cuyas terrazas se reúne la gente a tomarse un helado y a estar tan ricamente al fresco. Pues bien, en Àguilas me encontré con Manolo Coronado, hijo ilustre de la ciudad que lo vio nacer hace algo más de sesenta años, y a quien el ayuntamiento, a escasos metros de la playa camino del cerro en el que está la roca con forma de águila, ha puesto una calle con su nombre. «Calle del pintor Coronado», reza el cartel, «que si te fijas -nos dice- es más larga que la de Paco Rabal, que ese sí que fue ilustre, pero de verdad, y que está enterrado aquí cerquita, en el cementerio».
Manolo Coronado, que pasa algunas temporadas en Àguilas, tiene su casa en la cima de una montaña, al otro lado de la carretera, a la que se llega a través de un polvoriento camino que deja a ambos lados numerosos invernaderos donde nacen lechugas y tomates que a diario, en enormes camiones, se reparten por media Europa.

Desde la terraza de la casa, donde está la piscina en cuyo fondo ha grabado una dedicatoria a su nieta, Manolo puede permitirse el lujo de contemplar Àguilas, tanto cuando amanece como cuando atardece, o como cuando el sol está en su punto más alto.
Es una casa muy grande, con altillos y plantas altas, que se recorre a través de pasillos y escaleras y en cuyo tejado de tejas rojas están instaladas las placas solares. Cuenta con varias habitaciones, un apartamento para invitados, un gran salón en el que hay un enorme retrato de Doña Manolita «la Lotera», y otro con piano sobre el cual a veces pinta; un estudio provisional, pues el definitivo se lo está construyendo frente a la casa, en la otra parte del cauce del pequeño arroyo, en el que supongo que se pasará muchas horas, y un comedor de amplios ventanales desde el que se divisa una bella panorámica. «Aquí jamás me deprimo -nos dice- aunque yo nunca dejaré Mallorca-. Es otra cosa».

Pedro Prieto