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La posibilidad de que se promulgue una Constitución europea no llega tal vez en el mejor momento. Realmente, cabría interrogarse acerca de cuál habría sido la mejor ocasión desde los tiempos de aquel ya histórico Tratado de Roma que permitió pensar en una Europa fuerte y unida, capaz de convertirse en una auténtica potencia mundial. No tenemos por qué engañarnos, lo que empezó como Mercado Común, pasando por distintas denominaciones hasta llegar a la actual Unión Europea, nunca ha dejado de ser una propuesta económica relativamente huérfana de contenido político. La Europa de los mercaderes, del negocio, de los acuerdos encaminados a la obtención de comunes beneficios, nunca ha ido mucho más allá. Siendo sinceros, hay que reconocer que el europeísmo no pasa hoy de ser una entelequia sometida al vaivén y la tensión de intereses habitualmente encontrados. Es el precio que los europeos del presente pagamos por no haber sabido levantar una Europa políticamente sólida, estable, que hubiera dejado atrás banales nacionalismos y bastardas conveniencias. Hay que reconocerlo con tranquilidad, sin dramatismos: la Unión Europea es ahora poco más que una maquinaria burocrática que escasos entusiamos despierta. Políticamente impotente, aunque administrativamente estructurada, se resiente de todas las limitaciones de una empresa que sale adelante pero que puede llegar a la quiebra en cualquier momento. Sus disensiones internas, hoy más aparentes que nunca, inquietan incluso a los más optimistas. El concepto de «euroescepticismo» lleva ya años abriéndose camino entre buena parte de la ciudadanía del viejo continente. Encontrar un lenitivo para él depende casi exclusivamente de la habilidad que tengan los rectores comunitarios para, de una vez por todas, otorgar carta de naturaleza política a esa Unión Europea que hasta ahora jamás ha pasado de ser un simple zoco. Es de esperar que la futura Constitución contribuya en algo a conseguirlo.