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Es uno de los iconos de nuestro tiempo más reconocidos en el mundo entero y él lo sabe. De ahí que haya dado siempre mucha importancia tanto a su imagen como a su discurso. Su inseparable «kufiya» y su guerrera verde (al más puro estilo Fidel Castro o Che Guevara) llena de condecoraciones lo convierten en un símbolo, igual que aquellas palabras que pronunció hace treinta años ya, en la ONU: «Traigo una rama de olivo en una mano y un fusil en la otra; no permitáis que deje caer el olivo». Ahora, cuando su estrella se apaga, Yaser Arafat se nos aparece con una imagen casi bíblica, la del patriarca que nunca ha abandonado a sus hijos y que ha dado la vida por una causa noble (incluso ostenta el Nobel de la Paz): la creación de un Estado independiente para su pueblo, los palestinos.

Pero no siempre fue así. Durante décadas Arafat encarnaba al terrorista más buscado del mundo (a la manera de Bin Laden hoy) y, de hecho, si ha logrado sobrevivir a cincuenta atentados y no deja un sucesor que siga sus pasos es porque no se ha fiado jamás de nadie.

Ha vivido mucho y siempre rodeado de armas, de atentados, organizando una feroz lucha armada contra la creación del Estado de Israel, que nunca ha tolerado. ¿Su sueño? Ver a un niño palestino ondear su bandera sobre la muralla de Jerusalén, donde quiere situar la capital de su nación.

A la postre, el sueño de Arafat será tan inviable como el de los judíos más radicales. El destino de todos ellos es entenderse y convivir. Pero nunca se conseguirá con dirigentes como los que tienen (Arafat y Sharón), que recurren a la violencia y al sacrificio de vidas y bienes para perpetuar una guerra sin sentido que jamás ganarán.