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El Plan Territorial que el Consell de Mallorca ha dispuesto para organizar el crecimiento urbanístico en la Isla contiene algunas sorpresas que conviene analizar con tiento. Sabemos que la llegada masiva de inmigrantes y el alza desorbitada de los precios de la vivienda en los últimos años exige una actuación que permita suavizar la situación, construyendo nuevas promociones que garanticen, por un lado, que haya un techo para todos y, por otro, que los precios no se desboquen todavía más.

Sin embargo, el Plan Territorial prevé la construcción de ocho mil viviendas cada año durante una década -aunque no se descarta que se lleguen a 180.000-, calculando que la población crecerá en unas ochenta mil personas. Semenjantes cifras hacen pensar en una locura edificadora que convertirá a Mallorca en el destino predilecto de miles de inmigrantes más, atraídos por un mercado laboral de actividad febril, lo que no hará más que añadir leña al fuego.

Y eso por no hablar de la transformación que sufrirá nuestra Isla en tan breve espacio de tiempo. Si la costa ha sufrido ya unos ataques intolerables, habrá que temer una expansión constructora en el interior, lo que terminará de alterar el carácter tradicional de nuestros pueblos y paisajes.

Sin duda habrá quien anhele una Mallorca del siglo XXI con grandes ciudades multirraciales en lugar de pequeños pueblos rurales, con rápidas autopistas en vez de bucólicas carreteras encorsetadas en paredes de pedra seca y con servicios propios del país más civilizado del mundo. Pero si llegamos a eso, sin duda un entorno más cómodo y moderno, será a cambio de renunciar a lo que siempre hemos conocido y, ojo, a lo que millones de turistas vienen a buscar: belleza y calma.