En Urgencias de Son Llàtzer está todo a mano. Entras, y a la
izquierda del largo pasillo, contamos hasta ocho boxes,
distribuidos para consultas pisquiátrica, traumatológica,
escayolas, curas, además de uno de aislamiento y de otro de
medicina general. Frente a éstos, dos salas de control dotadas de
ordenadores y exclusivas para los médicos trabajando. Por detrás de
éstas, otros siete boxes destinados a medicina interna, casi
siempre ocupados por algún paciente.
A lo largo de seis horas que permanecemos en Urgencias, cada vez
que se abre la puerta y entran por ella médicos y enfermeros
tirando de camilla o de silla de ruedas con paciente tumbado o
sentado, nunca escuchamos lo de «Varón, 35 años, luxación de
hombro, le hemos inyectado calmante...». «Eso queda para la tele
-nos dice un enfermero-. Cuando entran, quienes los acompañan saben
lo que han de hacer y dónde ir. Y nosotros sabemos cómo
recibirlos».
Observamos cómo unos pocos enfermos encamados han sido ubicados
en el pasillo y en un rellano, frente a unos ascensores,
convertidos en sala. «Aquí puedes reaccionar de dos formas -nos
dice el doctor Ross, médico adjunto de la unidad de Urgencias-, o
bien, viendo lo saturados que estamos, cabreándote, o bien,
poniéndote en plan positivo para sacar el servicio adelante lo
mejor que puedas».
Volviendo al pasillo anterior, y siguiendo adelante, a la
derecha hay una sala para semicríticos, y a continuación, a ambos
lados, otras dos salas repletas de camas ocupadas de pacientes. Y
entre estas habitaciones y los boxes, arranca un pasillo con un par
de camas más con pacientes. Es lógico que estén ahí: atravesamos
una temporada muy fría, propicia para enfermedades de tipo
respiratorio y el hospital está lleno. Pero por otra parte se nota
un constante trasiego de enfermos desde esas camas a las
habitaciones que van quedando libres por altas.
Al fondo de este pasillo están las salas de Pediatría. «¿Por qué
el pequeño Daniel ha sido atendido en el box de traumatología, en
el pasillo, y no aquí», preguntamos al doctor Ross. «Porque Daniel
ha venido con un golpe, no por una enfermedad». Daniel, dicho sea
de paso, a sus tres años se ha portado como un machote. Se había
dado un golpe en la ceja que le produjo una profunda herida por lo
que le tuvieron que poner una inyección con un calmante y a
continuación tres grapas. Lloriqueó un poco, pero al rato estaba
feliz, con su mamá, haciendo «palmas palmitas». Ya digo, un
machote.
La mujer, sentada en una silla, toma de la mano a su madre,
tumbada en unas de las camas del pasillo. «Estamos aquí desde ayer
por la tarde. Vino el médico, la vio, le recetó algo y no le hemos
vuelto a ver. Pero a nada que se presenta un pequeño problema,
acude la enfermera. Estamos, por tanto, muy bien atendidas».
Tania llega sentada en una silla de ruedas, sin zapato ni media
en su pie izquierdo. Entra en el box de «trauma», se estira boca
abajo en la camilla y una enfermera le coloca una escayola, que
luego venda, y que deberá de llevar durante diez días.
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