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PEDRO PRIETO
Hospital de Son Llàtzer. Urgencias. Turno de tarde. Actividad total. Médicos y enfermeras no paran ni un minuto. Gente joven, muy activa. Todo está en orden. Cada cual en su sitio. Hay bastante acción, pero poca tensión. Y si la hay, saben cómo reprimirla o, cuando menos, disimularla, aunque suponemos que habrá tardes peores en las que los problemas superarán la templanza de los profesionales. Ocurre en todas partes.

En Urgencias de Son Llàtzer está todo a mano. Entras, y a la izquierda del largo pasillo, contamos hasta ocho boxes, distribuidos para consultas pisquiátrica, traumatológica, escayolas, curas, además de uno de aislamiento y de otro de medicina general. Frente a éstos, dos salas de control dotadas de ordenadores y exclusivas para los médicos trabajando. Por detrás de éstas, otros siete boxes destinados a medicina interna, casi siempre ocupados por algún paciente. A lo largo de seis horas que permanecemos en Urgencias, cada vez que se abre la puerta y entran por ella médicos y enfermeros tirando de camilla o de silla de ruedas con paciente tumbado o sentado, nunca escuchamos lo de «Varón, 35 años, luxación de hombro, le hemos inyectado calmante...». «Eso queda para la tele -nos dice un enfermero-. Cuando entran, quienes los acompañan saben lo que han de hacer y dónde ir. Y nosotros sabemos cómo recibirlos».

Observamos cómo unos pocos enfermos encamados han sido ubicados en el pasillo y en un rellano, frente a unos ascensores, convertidos en sala. «Aquí puedes reaccionar de dos formas -nos dice el doctor Ross, médico adjunto de la unidad de Urgencias-, o bien, viendo lo saturados que estamos, cabreándote, o bien, poniéndote en plan positivo para sacar el servicio adelante lo mejor que puedas».

Volviendo al pasillo anterior, y siguiendo adelante, a la derecha hay una sala para semicríticos, y a continuación, a ambos lados, otras dos salas repletas de camas ocupadas de pacientes. Y entre estas habitaciones y los boxes, arranca un pasillo con un par de camas más con pacientes. Es lógico que estén ahí: atravesamos una temporada muy fría, propicia para enfermedades de tipo respiratorio y el hospital está lleno. Pero por otra parte se nota un constante trasiego de enfermos desde esas camas a las habitaciones que van quedando libres por altas.

Al fondo de este pasillo están las salas de Pediatría. «¿Por qué el pequeño Daniel ha sido atendido en el box de traumatología, en el pasillo, y no aquí», preguntamos al doctor Ross. «Porque Daniel ha venido con un golpe, no por una enfermedad». Daniel, dicho sea de paso, a sus tres años se ha portado como un machote. Se había dado un golpe en la ceja que le produjo una profunda herida por lo que le tuvieron que poner una inyección con un calmante y a continuación tres grapas. Lloriqueó un poco, pero al rato estaba feliz, con su mamá, haciendo «palmas palmitas». Ya digo, un machote.

La mujer, sentada en una silla, toma de la mano a su madre, tumbada en unas de las camas del pasillo. «Estamos aquí desde ayer por la tarde. Vino el médico, la vio, le recetó algo y no le hemos vuelto a ver. Pero a nada que se presenta un pequeño problema, acude la enfermera. Estamos, por tanto, muy bien atendidas».

Tania llega sentada en una silla de ruedas, sin zapato ni media en su pie izquierdo. Entra en el box de «trauma», se estira boca abajo en la camilla y una enfermera le coloca una escayola, que luego venda, y que deberá de llevar durante diez días.