En la segunda jornada del cónclave y en la cuarta votación para
elegir al sucesor de Juan Pablo II al frente de la Iglesia
católica, la fumata blanca, a pocos minutos de las seis de la
tarde, provocó una cierta sorpresa, aunque ya se había apuntado la
posibilidad de una pronta decisión de los cardenales. La
estupefacción, primero, y la alegría desbordada de los miles de
fieles que llenaban la plaza de San Pedro dieron paso a la
expectación, hasta que casi una hora después se hacía público el
nombre del próximo Papa: Joseph Ratzinger, que estará al frente de
la Cátedra de San Pedro con el nombre de Benedicto XVI.
Estrecho colaborador de Juan Pablo II, Ratzinger era el cardenal
más conocido de cuantos integraban este cónclave, debido al papel
que ha jugado como decano del Sacro Colegio Cardenalicio y la
relevancia que le otorgó Karol Wojtyla en la curia vaticana, y
muchos apuntaban a él como el principal candidato a la sucesión,
como así finalmente ha sido. Dada su trayectoria, se apunta a que
su pontificado esté en una línea de continuidad con respecto a su
predecesor y, por tanto, se mantenga firme en los preceptos y en
las posiciones más conservadoras de la Iglesia. Sin embargo, muchas
fuentes señalan el papel que ha tenido tiempo atrás el papa
Benedicto XVI en el afianzamiento del Concilio Vaticano II y en el
desarrollo de algunos de sus aspectos.
Pese a la firmeza que ha sostenido en asuntos de enorme
polémica, los que le han conocido con mayor cercanía aseguran que
es de un trato exquisito y de formas suaves. Sin duda se abre un
período en el que aún planean muchas incógnitas que el tiempo irá
desvelando, pero la Iglesia católica cuenta ya con un nuevo obispo
de Roma que debe hacer frente a los retos del nuevo milenio.
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