Salamanca ha sido el monumental escenario para celebrar la
Cumbre Iberoamericana en la que el rey don Juan Carlos y el
presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, han sido los
anfitriones de unos cuantos mandatarios latinoamericanos. Aunque
muchos ciudadanos coinciden con el colombiano, Àlvaro Uribe, en que
este tipo de encuentros es poco más que «turismo presidencial» y
conlleva un enorme gasto en seguridad y preparativos para el país
que lo acoge, lo cierto es que, suponemos, para algo más ha de
servir.
De entrada, para estrechar unos lazos cada vez más necesarios,
por cuanto en nuestro país se encuentran ya viviendo y trabajando
más de dos millones de hispanoamericanos llegados con la esperanza
de mejorar sus condiciones de vida y su futuro.
Hablar de inmigración es hablar de derechos humanos, de economía
y de humanidad. De cuestiones clave que en la mayor parte de las
naciones de América Latina están todavía por resolver. De ahí la
importancia de estas cumbres, pues suponen la oportunidad de
«leerles la cartilla» a unos dirigentes políticos que consienten -y
a veces hasta promueven- las más abruptas desigualdades, la
corrupción política y la dejación en relación a los más elementales
derechos de las personas.
Ahí es donde hay que incidir, en por qué cientos de miles de
personas abandonan todo su mundo para lanzarse a la aventura en un
país extraño. Resolver estos problemas casi eternos en el
continente americano parece tarea imposible, así que mejor harían
todos ellos en dejar de hacer turismo para ponerse a contemplar la
realidad que, por desgracia, sus conciudadanos se ven obligados a
vivir todos los días.
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