El gran problema de la prostitución no es, como creen muchos, la
fea imagen que proporcionan a cualquier ciudad, la transmisión de
enfermedades sexuales o la falta de transparencia económica de un
negocio millonario del que nadie conoce la magnitud exacta. Porque,
a pesar de que todo ello son «efectos colaterales» de esta
profesión tan antigua como el mundo, lo grave, lo terrible, lo que
hay que atacar de raíz es que muchas de esas mujeres que ejercen la
prostitución en nuestro entorno no lo hacen libremente.
De ahí que el Govern quiera poner en marcha un plan para ayudar
a quienes se encuentran en esa situación y quieren abandonarla.
Porque detrás de cada prostituta se esconde un entramado profundo,
oscuro, difícil de abordar. Hay mafias, hay malos tratos, hay
esclavitud... y todo ello no puede ser legalizado, como pretenden
algunos, pues se trata de un negocio en el que se trafica con
personas, con seres humanos.
Por ello hay que enfrentarse a este problema desde diversos
ángulos, sin demagogia, sin paternalismos. Hay que cerciorarse de
que las mujeres que deciden ejercer libremente la prostitución
puedan hacerlo sin cortapisas, sin moralismos tutelares, pero hay
que garantizar que quienes se ven obligadas a ello sean liberadas.
La idea de proponer pisos, ayudas económicas y, sobre todo, una
formación adecuada para la inserción laboral de estas mujeres es
positiva, porque antes de abandonar una actividad lucrativa deben
asegurarse un futuro en cualquier otro sector.
Sin duda deberá ser la prostitución callejera la primera en ser
atendida, así como las mujeres extranjeras que se dedican a esto y
quienes se encuentran en las posiciones más vulnerables: enfermas,
mayores, maltratadas.
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