Aunque reciente todavía en la retina de todos nosotros, ya han
pasado dos años desde aquel terrible 11 de marzo qde 2004 que nos
dejó petrificados frente al televisor, incapaces de asimilar lo que
estaba ocurriendo. Vivo en la memoria está el recuerdo de aquellas
casi doscientas personas que murieron -y el más de un millar que
resultaron heridas o mutiladas- una mala mañana porque cogieron el
tren que unos locos sanguinarios habían decidido hacer saltar por
los aires. Igualmente presente continúa la polémica política que
surgió tres días después, cuando las urnas quisieron que este país
cambiara de Gobierno tras ocho años de hegemonía aznariana.
Sin embargo, dos años después, parece que hay algo que se está
difuminando: la energía con la que debe combatirse el fanatismo, la
locura intransigente, la cerrazón con la que unos asesinos
pretenden imponer sus absurdas teorías sobre la vida y la muerte.
En una lección de respeto y tolerancia, los españoles no quisimos
en ningún momento culpabilizar a los musulmanes de la tragedia que
unos radicales islamistas planearon, ejecutaron y aplaudieron con
absoluta frialdad en Madrid.
Ciertamente, estigmatizar a toda una comunidad por los crímenes
de individuos aislados es una barbaridad, pero tampoco hay que caer
en el miedo. Al contrario, si pretendemos construir una sociedad de
convivencia, de paz y de tolerancia, hay que denunciar y perseguir
cualquier comportamiento que vaya en contra de estos principios
que, a la postre, son los que sustentan el sistema democrático que
ellos -los intransigentes, los racistas, los intolerantes- aspiran
a derribar. Por eso hay que insistir en profundizar en la
investigación, en averiguar quién, dónde, cuándo y por qué, y, por
supuesto, aislar y condenar todo intento de que aquello pueda
repetirse.
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