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Han pasado cuatro años desde que se iniciara la guerra de Irak, auspiciada por el presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, y el primer ministro británico, Tony Blair, con el apoyo explícito escenificado en la famosa foto de las Azores del entonces presidente del Gobierno español, José María Aznar. Cientos de miles de personas se han manifestado en todo el mundo en contra de la intervención armada, decenas de miles de ellas en diferentes puntos de toda España, en una demostración evidente de que sigue existiendo una notable y mayoritaria oposición al conflicto armado.

Pese a que la intervención militar fue relativamente rápida, lejos de solventar los presumibles problemas que generaba el régimen de Sadam Husein, ha convertido el país de Oriente Medio en un avispero donde los atentados y la violencia son el pan de cada día. Además, el argumento de la presencia de armas de destrucción masiva en territorio iraquí como motivo principal del inicio de las hostilidades ha quedado ya sobradamente desmontado.

Así pues, sin motivo alguno que ampare la invasión, en estos momentos quienes iniciaron aquella guerra están siendo fuertemente cuestionados. Blair, a punto de retirarse de la política activa, sufre la oposición de los miembros de su propio partido. Bush padece una caída espectacular en sus índices de popularidad. Pero lo peor se lo ha llevado la población iraquí, víctima inocente de la guerra y de la posguerra, con miles de muertos y una pobreza creciente.

Es evidente, por tanto, que nunca debió producirse la guerra, que ésta no ha contribuido más que a exacerbar las diferencias y a extremar los enfrentamientos, generando una situación de guerra civil que debió haberse evitado. Sadam era un tirano que no merecía dirigir los destinos de Irak, pero, visto lo visto, ha sido mucho peor el remedio que la enfermedad.