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El Vaticano proclamó ayer beatos a 498 españoles, entre ellos seis mallorquines, asesinados por la persecución religiosa desatada durante la II República y la Guerra Civil. Y es innegable que se trata del reconocimiento de unas virtudes de quienes, por causa de su fe, fueron martirizados en aquellos lejanos años en los que el país se partió en dos. Sin embargo, ha sorprendido que la Iglesia haya tardado tantos años en beatificar a estos religiosos, cuando otras causas de personas fallecidas más recientemente y que han llegado ya a los altares "caso de san Josemaría Escrivá de Balaguer" se han tramitado con una rapidez inusual.

No se puede obviar que estas beatificaciones coinciden en el tiempo con la tramitación de la Ley de la Memoria Histórica, que pretende reconocer también a los que murieron en el otro bando de la contienda civil y que, debido a la dictadura franquista, permanecieron en el olvido durante décadas.

Todos ellos, víctimas inocentes de la guerra fratricida, merecen ser recordados. Lógicamente la Iglesia católica se ha encargado de honrar la memoria de quienes murieron asesinados por sus ideas religiosas. Lo hizo ayer y también lo hizo con anterioridad. Ahora al Estado le corresponde honrar a quienes fallecieron asesinados por sus convicciones políticas.

Es un hecho innegable que, dentro de la misma Iglesia católica, hubo actitudes poco cristianas en aquellos años, algunas incluso colaboracionistas con el régimen del general Franco, al que la jerarquía católica llevó bajo palio. Muchos religiosos miraron hacia otro lado cuando eran perseguidos ciudadanos cuya único delito había sido no sumarse al alzamiento y no ocultar sus ideas izquierdistas o republicanas. Pero esto no tiene nada que ver con aquellos que ayer fueron reconocidos en Roma ante decenas de miles de peregrinos.

Setenta años después de aquella atroz guerra, es de justicia honrar a todas las víctimas, sin distinción de credos religiosos o políticos, para que nunca se vuelva a repetir aquella pesadilla.