Hace más de cincuenta años que los tibetanos arrastran su conflicto, en general a base de paciencia y exilio. Su líder espiritual, el mediático Dalai Lama, insiste en puntualizar que ellos únicamente aspiran a disfrutar de una amplia autonomía "al estilo del Euskadi, suele decir" para que su país progrese dentro de China. Ahora la explosión de violencia ha puesto en el punto de mira a esta deprimida zona de Asia cuando apenas faltan unos meses para que el gigante oriental celebre los Juegos Olímpicos que le convertirán en escaparate ante el mundo.
A estas alturas, lo chocante es que un país como China, célebre por su escasísimo respeto a los derechos humanos, se encargue de organizar una celebración como las Olimpiadas, que encumbran el espíritu de superación de la raza humana. En el Tíbet se denuncia la muerte de al menos 140 personas a manos de la represión china, aunque las autoridades únicamente admiten veinte víctimas. No es, desde luego, el mejor aperitivo para unas olimpiadas.
Sin embargo, y a pesar de los muchos interrogantes que se esconden detrás de estos hechos, hay que reconocer que con toda la espiritualidad que arropa al pueblo tibetano, éste malvive en condiciones pésimas inmerso en un sistema medieval que perpetúa a sus líderes nada menos que por mandato divino.
Ahora los líderes mundiales debaten si conviene o no un boicot a los Juegos Olímpicos para «castigar» a China. Un debate absurdo porque el país más poblado del planeta no se estrena precisamente ahora en la falta de libertades y derechos. China ha sido y es una dictadura y, aun así, se le encomendó la celebración olímpica, por lo que cualquier pataleta en este momento sólo servirá para poner en evidencia la falta de escrúpulos de la comunidad internacional.
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