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Un nuevo escándalo sacude la Administración balear, en este caso centrado en la empresa pública Bitel, cuyo gerente durante la pasada legislatura, Damià Vidal Rodríguez, presuntamente protagonizó un cúmulo de irregularidades destinadas a su directo enriquecimiento personal por un importe, según la denuncia de la Fiscalía, superior ya al millón de euros.

Durante estos días se han dado a conocer los detalles sobre el cómo y dónde Vidal se gastaba el dinero de todos los contribuyentes, una relación que, yendo al fondo de la cuestión, produce escalofríos el dejar en evidencia la absoluta falta de control con la que se manejan los fondos públicos. Al igual que en el caso de Javier Rodrigo de Santos en el Ajuntament de Palma, provoca asombro comprobar la facilidad y persistencia con la que responsables corruptos pueden llevar a cabo sus fechorías sin que salten las alarmas o, tal y como se intuye, se haga caso omiso a las advertencias que se realizan por medio de las auditorías; tal y como sucedió en la empresa Bitel.

El problema real no es la existencia de corruptos en la Administración -están, han estado y, por desgracia, seguirán estando en el futuro-, el centro del debate se fija en la eficacia de los mecanismos de detección y, por supuesto, en la imposición de condenas que sean ejemplarizantes. Ambos pilares están fallando de un modo estrepitoso. El favoritismo con el que se han tratado algunos de los protagonistas de recientes escándalos, la facilidad con la que se libran, en algunos casos, de los calabozos no contribuyen, en absoluto, a mejorar la imagen de la clase política y siembran dudas sobre la gestión global que se realizó desde el Govern que presidió Jaume Matas. A la vista de los últimos acontecimientos -incluido el Plan Territorial de Mallorca- cabe preguntarse cuándo se llegará al final.