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Indignación. Este puede ser el término que mejor define el sentimiento que produce el drama vivido ante las costas españolas por el medio centenar de subsaharianos que antes de ser rescatados tuvieron que lanzar al mar a sus compañeros fallecidos, entre ellos varios niños que murieron en brazos de sus madres. Este patético viaje, cinco días a la deriva a pleno sol del estío, coincide con los decepcionantes resultados de la reciente cumbre celebrada en Japón por los integrantes del G-8, los países más ricos e industrializados del mundo.

En la agenda de los mandatarios más poderosos apenas hubo tiempo para acordar medidas que frenen ese alud migratorio, en especial el procedente de Àfrica. Sólo una visión avariciosa de la realidad puede explicar que el G-8 sea incapaz de diseñar una estrategia destinada a mejorar las condiciones de vida de los más desfavorecidos, al contrario, lo único que se pretende es seguir blindando las fronteras y poner más trabas económicas para frenar su desarrollo. Un monumental disparate que acaba teniendo trágicas consecuencias, como las vividas frente a la costa almeriense.

Occidente, Europa en particular, se muestra incapaz de diseñar una política común y eficaz para hacer frente al fenómeno migratorio. El parcheo y la improvisación son la tónica general, incluyendo el peligroso populismo del mandatario italiano Silvio Berlusconi, que quiere tipificar como delito la inmigración ilegal "que en España apoya ya un 40 por ciento de la población" y crear un registro de gitanos.

Todo indica que los errores actuales son la semilla para generar serios problemas en el futuro, a corto y medio plazo. Da la impresión de que hay una obstinada actitud de querer llegar tarde a las soluciones, seguro que entonces será demasiado tarde.