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Reconozco que soy de lágrima fácil. Y ahora, me permito ni disimularlo. Desde que empezó el tema de los aplausos en los balcones, he salido al mío, he aplaudido. No tengo muchos edificios cerca, así que oigo solo a mis vecinos de finca. Aún así me emociona y no solo por el gesto en sí, sino porque es el fin de otro día de cifras terribles, de noticias malas y de nuevas incógnitas. Y pienso en los que siguen jugándose el tipo. Por eso salgo cada noche, por ellos, menos ayer. Por recomendación médica tuvimos que ir al hospital, no había otra. Nada que ver con sintomatología del bicho, un accidente casero que requería atención de urgencia.

Ni caí en la cuenta de la hora que era. Y a las ocho en punto llegué a las puertas del centro. En el trayecto silencioso, no dejaba de darle vueltas. Cómo había pasado. Ocho días encerrados ya, cuidándonos, haciendo lo que nos piden, y ... Qué mala pata, me repetía mil veces.

La calle estaba vacía, no había apenas coches circulando. Y al llegar al centro hospitalario, justo en ese momento empezaron los aplausos. Los balcones estaban llenos, las luces encendidas me permitían ver algunas personas claramente, a otras solo las intuía. Desde sus balcones oscuros, las oía, estaban. Aplausos, silbidos, gritos de ánimo... reconozco que la escena era espectacular. Al pasar frente al acceso de urgencias, varias decenas de sanitarios habían salido a la calle, recibiendo y devolviendo el agradecimiento. La escena rompía. Se cortan las palabras.

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Están siendo días complicados para todos y sobre todo para los que están, y no diré trabajando, protegiéndonos. Ayer comprendí aún más la importancia de ese gesto, del aplauso de las 20. Lo vi en sus caras.

Las urgencias estaban vacías, no había nadie en ninguna sala, solo ellos y nosotros. Nos guiaron y nos curaron con la tranquilidad que en ese momento necesitábamos, por lo ocurrido - aparatoso pero no grave- y lógicamente por el contexto.

Estamos en casa, seguiremos en casa.

Mi agradecimiento infinito.