Hasta el día que Pedro Sánchez decretó el estado de alarma, que llevó al confinamiento domiciliario, la COVID-19 seguía teniendo para muchos la misma consideración que una gripe. Incluso era poco probable que pasara por nuestras cabezas la posibilidad de contagiarnos.
Con el virus fuera de control, España no tuvo más remedio que paralizarse y sus ciudadanos encerrarse. Fueron días de estampas inéditas, de calles desiertas y gente en los balcones. La COVID-19 ya había sesgado muchas vidas y seguía causando estragos.
Baleares también entró en pausa y también ofreció fotografías imposibles. Su peaje también resultó enorme. Entre una desescalada fallida y la segunda y tercera ola, las Islas han sufrido tanto durante los últimos doce meses que es probable que los historiadores, dentro de un tiempo, puedan referirse a este ciclo como la «Depresión balear».
El estado de alarma entró en vigor el 14 de marzo de 2020 y en todo es tiempo se han sucedido historias de todo tipo. El coste en vidas ha sido enorme y también en recursos. Todavía habrá que esperar un poco más para conocer el alcance real de la pandemia, que se ha llevado familiares, amigos, ilusiones, negocios y ha puesto en jaque casi todo lo que nos parecía cotidiano.
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Lo preocupante es que, parece ser que, nuestros gobernantes no han tomado nota a cerca de la dependencia de nuestra economía de una única industria, el turismo. Llevamos años y años sabiendo que, depender de una única industria, no es nada bueno para nuestra región ni para cualquier región. Ni aún así, habiendo sufrido esta pandemia parece suficiente para hacer reflexionar a los que nos gobiernan. Pero claro, nuestros gobernantes, van a lo fácil, al tiro hecho ...