Caridad Martín sale de la peluquería Ivone Ramos, a la que acude cada semana. | Ultima Hora

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Hay gente a quien parece que el nombre les marca su sino. Fue el caso de  Caridad Martín (Cartagena, 1928). Llegó a Mallorca con 19 años en busca de trabajo, en plena posguerra el futuro parecía más próspero en la Isla que en su tierra natal. A punto de cumplir los 94 va a la peluquería cada semana y se pinta los labios antes de salir. Sin embargo, echa la vista atrás y «la vida me ha dado golpes», admite con pesar. «No ha sido lo que me esperaba».

Su primer empleo se lo dieron en una fábrica de zapatos de la calle Lluís Martí, en Palma. Cuenta que el encargado le hablaba en mallorquín cerrado y «yo le decía: Don Antonio que no le entiendo, que acabo de llegar, y dándome empujones me contestaba: pues tiene que entender», recuerda.    En su memoria, intacta, se deslizan todas sus habilidades. Recogió almendras al lado del cine Palacio Avenida y estuvo dos años trabajando en el Teatro Balear, así podía ir al cine gratis. También limpió en las obras de un estrenado Son Dureta y después, «salieron unos polvos para lavar que se llamaban Omo y estuve seis meses repartiendo propaganda cuando vinieron a promocionarse», cuenta.

Caridad ha tratado de hacerle la vida más sencilla a los demás.  Su marido enfermó del pulmón y entonces entró a trabajar en el hotel Nixe Palace de Cala Major, allá por 1957. «Mi hermana y yo lo inauguramos. Pedí el turno de noche para cuidarle, y porque así llegaba por la mañana a casa y tenía tiempo de arreglar a los niños para ir al colegio», explica. ¿Que cuándo dormía? «Cuando podía, muy poco».

Y es que de día, «a veces me iba a hacer jornales por 1,5 pesetas», añade. En su barrio, explica, «había una especie de colmado que vendía de todo. Era un local muy grande y la encargada tenía a dormir a los chicos que venían a hacer la mili a Palma. Yo iba a lavarle la ropa a mano para ganar cinco duros».    Pasó la mayor parte de su vida en un piso de la plaza de la Quartera hasta que en 2008 la finca amenazó ruina «y nos tuvimos que ir».

De esa época recuerda con cariño cuando iba al cine Borne con su marido. «Al salir, ya de noche, nos acercábamos a las paradas de Avenidas a comer melones, me acuerdo de todo», presume. La historia de Caridad es la de muchas mujeres de su época y de generaciones posteriores. «A los 56 años tuve que dejar el hotel porque me estaba poniendo mala de la columna. El médico me dijo que me quedaría parapléjica», se emociona al contarlo. Pagaba la casa, la luz, criaba a sus hijos, hacía la comida, cuidaba de marido… Cuando era joven «me tomaba tranquilizantes y lo superaba todo», pero llegados a ese punto tuvo que parar.

Llegada la hora de retirarse… Solo recibió una pensión de viudedad. «No tengo jubilación porque me dijeron que no me bastaba para cotizar. Si esto no es cotizar que venga dios y lo vea. Trabajé toda la vida y no cobro nada», se queja. Se fue a vivir a una planta baja en el Molinar «que me arregló y alquiló una amiga» pero a los 10 años murió y «sus hijos me echaron para vender la finca». Desde entonces vive de alquiler en un apartamento cerca de San Fernando. Dispone de 700 euros al mes y la ayuda que le ofrece una nieta. Ha visto morir a su marido y a un hijo. Tiene otros dos, de 70 y 73 años,    de hecho, «el otro día me preguntaron si me había echado novio porque vieron a un hombre dándome un beso en la calle, ¡era mi hijo!», exclama.

Padece dolor en los huesos y algo de sordera pero «son unos tapones y ahora me los quitan», aclara, mirándose al espejo. Este artículo que protagoniza es una de las ilusiones que todavía le quedan por vivir.