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Miles de personas atravesaron ayer uno de los momentos más dolorosos de sus vidas: el reconocer, muerto, a un ser querido. Un proceso que no se ha dejado en manos del azar y en el que se está invirtiendo mucho tiempo. Un lento goteo en el que se logra identificar dos cadáveres por hora.

Han estado llegando sin cesar a la inmensa y árida explanada donde se asienta el IFEMA. Las miradas perdidas, los ojos todavía inflamados por un sueño interrumpido, un revoltijo en los cabellos que denotaba prisa y angustia. Perplejidad inhumana congelada en semblantes de padres y madres, esposas y esposas, hijos o hijas, nietas, amantes, compañeros... novios.

Ha habido taxistas «sin fronteras» que, en gesto de solidaridad, les han llevado gratis a una de las más grandes morgues de Europa desde entrambas guerras: Pabellón 6. Espacio interdisciplinar para posibles pasarelas de moda, artes u otros comercios de mundo altamente globalizado. Pero jamás proyectado como gran ataúd, recipiente de muerte de cientos de madrugadores.

Explicaba el representante de Cruz Roja Miguel Angel Rodríguez la cálida asepsia emocional en se intentaba envolver a padres o hijos o esposas o esposos... mientras esperaban en la antesala de una desgraciada confirmación, en la que albergaban la esperanza de un malentendido. Una jornada dolorosa que todavía aún continua en los pasillos de Ifema.