Los reyes Felipe y Letizia junto al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), al inicio del concierto conmemorativo del 40 aniversario de la Constitución. | JuanJo Martín

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Cuarenta años después de su promulgación, los españoles siguen haciendo una evaluación claramente positiva de la vigente Constitución, a la que, sobre todo (y pese a las deficiencias que, con el paso del tiempo, se les hacen más notorias) reconocen una brillante hoja de servicios. El 91 % considera que el texto constitucional es bueno (aunque la mayoría añade que mejorable) y tan solo el 8 % lo evalúa negativamente.

Este balance matizadamente positivo se corresponde con lo esperable para una Constitución de consenso, en la que todos hubieron de ceder algo y a la que, por tanto, todos pueden tener algún reparo que formular. Pero lo especialmente llamativo en este momento es la muy amplia mayoría ciudadana (78 % frente a 20 %) que indica que los últimos cuarenta años vividos al abrigo de esta Constitución constituyen, en todo caso, el período en que mejor ha estado nuestro país en su historia. No es precisamente un elogio menor.

Este reconocimiento a lo que la Constitución ha significado en nuestra vida pública y social no impide que, al mismo tiempo, el juicio ciudadano sobre el actual funcionamiento del vigente sistema político-electoral sea sumamente severo.

Los partidos políticos, en conjunto, y la clase política, en general, no son percibidos a la misma altura que el texto constitucional. De forma masiva, y sondeo tras sondeo, los españoles han venido declarando —y lo siguen haciendo— que la democracia (y más concretamente, la actual democracia) es el régimen político que mejor cuadra a nuestro país. La idea de que sin partidos políticos y sin elecciones no hay democracia está fuertemente anclada en nuestra sociedad. Pero las formaciones políticas pueden desempeñar sus funciones mejor o peor, y el sistema electoral puede haber sido diseñado de forma más o menos adecuada y aquí es donde la crítica deviene acerba.

A políticos y partidos se reprocha que, olvidadizos del ‘espíritu de la transición' —que la ciudadanía lleva ya tiempo intimándoles a recuperar, y con urgencia— se hayan deslizado a un autismo esclerótico que corroe tanto su eficacia funcional como su capacidad de representación. La savia nueva política que de la entrada en escena de dos partidos nuevos cabía esperar, en nada logra mejorar, por el momento, este duro juicio ciudadano.
Los españoles entienden que ya es hora de enmendar el actual sistema de conversión de votos en escaños para hacerlo más proporcional, de modo que el peso electoral de cada ciudadano sea el mismo —o no muy distinto— en todas las circunscripciones. Dos deficiencias cuya resolución presenta una dispar dificultad, aunque igualmente urgente: no es lo mismo reparar una muy dañada virtud cívica que remediar un deficiente sistema electoral.

Hay un segundo elemento esencial en el actual andamiaje constitucional como es la articulación territorial del Estado en comunidades autónomas cuya evaluación ciudadana ha transitado desde la reserva inicial al actual desconcierto, tras un largo y feliz período de casi tres decenios en que gozó de amplia y generalizada estima.

La crisis económica, los casos de corrupción, las derivas independentistas son factores que han convergido para cuartear el básico consenso a su respecto, propiciando la actual fragmentación de actitudes sociales.

Por un lado, el 21% de los españoles querría, ahora, el retorno a un Estado centralizado; por otro, el 14% se muestra favorable a que, aquellas Comunidades que lo desearan, pudieran optar por la independencia. Entremedias, otras tres opciones (quizá conciliables) reciben un similar apoyo ciudadano (en torno al 20% cada una): que las Comunidades sigan existiendo, pero con menos competencias; que sigan tal y como ahora están configuradas; y que se mantenga, pero con competencias aún más amplias.

La Constitución de 1978 acusa el paso del tiempo. Carente del adecuado mantenimiento y actualización, lentamente se oxida y pierde flexibilidad y brillo. Pese a cuanto su existencia ha propiciado (y a cuanto, por tanto, le debemos), resulta difícil encontrar en los países que pueden servirnos de referencia otro texto constitucional más desatendido por quienes tienen precisamente la misión de preservarla y mejorarla.

La manida excusa de que su reforma requiere consensos políticos que no existen es tan perezosa como falaz. Con ese ánimo, la elaboración del texto que ahora envejece hubiera sido imposible hace cuarenta años.

La experiencia enseña que, en realidad, en empeños colectivos de tanta envergadura el consenso se trenza en el proceso mismo de intentarlo: constituye más bien parte del resultado que inexcusable premisa previa.