Trabajando en el taller que ha acomodado en su domicilio de Mancor de la Vall. | Pere Bota

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Ayudado por un estilete, Manolo Muñoz trabaja un fragmento de vidrio incandescente en su domicilio de Mancor de la Vall. Con la espalda encorvada y la paciencia de un maestro relojero decora escrupulosamente una pieza que recupera una tradición en vías de extinción. Su origen se remonta al siglo I, cuando unos mercaderes fenicios cocinaban en ollas sostenidas por bloques de natrón, y advirtieron que, al contacto con la arena, dicho material se fundía y transformaba en una sustancia desconocida, dura y brillante. Habían descubierto el vidrio. La técnica para tratar el vidrio fue evolucionando al compás de los siglos, rematando productos que deleitaban con sus diseños delicados y originales, la mayoría surgidos de la isla Murano, en el Véneto (Italia). Su artesanía en vidrio era tan refinada que ganó fama mundial. «Se quiso juntar a todos los artesanos del vidrio allí para evitar que se expandieran sus secretos, pero el arte es libre e incontenible», apostilla Manolo Muñoz con un brillo en la mirada, mientras se afana en dar forma a un pequeño adorno.

Tan espectacular como el descubrimiento del vidrio fue su forma de comercializarlo, se tejió una red mercantil a gran escala. Fundido, prensado o tallado se ofrecía en Tiro, Sidón o Gadir (la actual Cádiz) a precios tan sumamente baratos que incluso podían adquirirlos los desheredados; y así fue incorporándose a la vida cotidiana en los albores de la sociedad. Manolo entona este capítulo esencial de la historia como el escolar recita la tabla de multiplicar.

Pocos artesanos

Apenas quedan profesionales que trabajen el vidrio fenicio en la forma que lo hace nuestro protagonista, es un hobby «que me ha cambiado la vida». Por eso brinda sus conocimientos a quien esté interesado, pueden escribirle a manueldeselva1971@gmail.com o repasar su obra en su página de Instagram vidriofenicio, en la que recrea minuciosamente rostros de antiguas deidades, collares, pulseras y todo tipo de vestigios de un pasado aun latente gracias a románticos como él. No para quieto, como atacado por el baile de san Vito. Va, viene y gesticula mientras se enciende un cigarrillo que acaba de liarse. Realmente le prenden las pupilas al hablar de un hobby que ha convertido en su ballena blanca, en su obsesión. «Cada día le dedico unas dos horas», desliza con sonrisa juguetona mientras regresa a la mesa de trabajo para rematar la pieza que me llevaré a casa. Con destreza gira el estilete que la sostiene, mientras la cuenta cobra vida al calor del fuego. Una vez acabada la sumerge en un cuenco repleto de unas piedrecitas blandas, como fragmentos de corcho, donde «pasarán el proceso de enfriamiento», explica.

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Manolo Muñoz dando forma a una pequeña cuenta incandescente. Foto: Pere Bota.

«En la isla de Murano se quiso juntar a todos los artesanos del vidrio para evitar que se expandieran sus secretos»

Un vez enfriada, en la media penumbra de su taller de techos altos, se ayuda de una pequeña herramienta y de sus propias manos para darle el toque final e introducirla en una bonita pulsera que no desentonaría en su reluciente vitrina, repleta con todo tipo de creaciones. Pero no. Esta maravilla se viene a casa con un servidor. Para acabar, Manolo nos obsequia con un destello de su otra afición, la poesía. El artesano ha dedicado unas hermosas palabras a una de sus creaciones, un collar que sospecho es la niña de sus ojos. Lo sostiene con orgullo en una de las imágenes, y dice así: «Dos colores se disputan cual es el más elegante. El azul cobalto dice yo soy más elegante por mi potencia llamativa y mi resistencia al calor. El azul turquesa dice no… Soy yo por mis formas raras y grandeza en el mar. Mientras, el blanco se mantiene en silencio; ofreciendo un fondo de resalto al azul cobalto y una combinación tranquilizante al azul turquesa, para que continúen sin disputas exhibiendo sus elegantes riquezas».