La psicóloga Susana Ivorra. | Jaume Morey

TW
2

Amor y verano son dos conceptos que me persiguen desde niño. Y no porque sea un romántico empedernido ni por mi pasión desatada y febril por el verano. En lo primero soy de los que piensan que –casi– todas las relaciones están condenadas al fracaso. Solo denle tiempo. Ni Hitler, ni Ted Bundy, ni Jack el destripador... el ‘tiempo’ es el mayor asesino en serie de la historia. En lo segundo, ejem, sé que por estos lares suena impopular pero detesto el verano. Esa sensación de vivir dentro de un horno me enerva hasta extremos indescriptibles desde el decoro. Si me atraen los conceptos ‘amor’ y ‘verano’ se debe al love summer de 1967, una escena ligada a la ciudad de San Francisco y a todo el movimiento cultural que se desarrolló a su alrededor, dando paso a la contracultura que cambió el siglo XX. Una pena que mientras aquél hippismo transformador contaba con intelectuales como Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William S. Burroughs, en España la figura del censor sesgaba cualquier atisbo de libertad que asomase por un libro, canción o noticiario.

Y mientras en los USA la juventud acudía en masa a la tierra prometida, creando un caldo de cultivo que engulló al resto del mundo civilizado, por aquí teníamos que conformarnos con los tímidos alegatos de libertad que escondían algunas letras del Dúo Dinámico, como ese delicioso Amor de verano que siempre me ha acompañado. Y es que aunque cada verano tiene una canción, hay canciones que saltan de uno a otro. «El final del verano llegó y tu partirás», cantan Ramón y Manolo en las primeras estrofas de este tema que todos hemos recitado alguna vez con emoción, porque habla de ese amor de verano que se desvaneció en el tiempo, aunque no en el recuerdo. Esta canción me lleva al último eslabón del binomio ‘amor-verano’: Verano Azul. Aquella serie con regusto progre que cuando la democracia aún andaba en pañales nos animaba a cuestionar las normas, a pelear por lo que consideramos justo. Por la serie de Antonio Mercero desfilaban temas como el divorcio, la soledad y la muerte, pero también se abordaba el primer amor, el de juventud, el indeleble.

Toda esta reflexión me vino a la cabeza mientras ojeaba una nota de prensa que analizaba el fenómeno de los amores de verano. El correo iba acompañado con la petición de escribir algo sobre el tema. Y, la verdad, confieso que no sabía por dónde empezar. Quizá estoy disperso por el dichoso calor o porque la temática ha desenterrado un alud de recuerdos que me catapultan a la ‘edad de la inocencia’, cuando la vida era una hoja en blanco, cuando la materia de la que están hechos los sueños aún era sólida como una roca. Hoy, mientras se me apiñan las ideas y los sentimientos, si algo tengo claro es que la vida pasa en un suspiro y la nostalgia es una apuesta segura. Por eso quizá, solo quizá, valga la pena refugiarse en un antiguo –o nuevo– amor de verano.

Para salir de dudas me entrevisto con la psicóloga Susana Ivorra, y lo primero que le planteo es si, tal y como cantaba el Dúo Dinámico, existe el fenómeno del ‘amor de verano’. «Es un concepto más propio de generaciones anteriores, a los más jóvenes la globalización y las redes sociales les han modificado el concepto, porque antes eran relaciones que se daban en verano, cuando podías conocer a gente distinta, pero hoy puedes conocer a alguien que vive en China sin necesidad de salir de casa». Aunque su razonamiento desmitifica estas relaciones, lo cierto es que un amor de verano sigue destapándose como una fuente de pasión. «Es así por dos motivos: uno porque el romance se da en un contexto en el que estás más relajado, sin preocupaciones ni una rutina que te impide pasar todo el tiempo que deseas con la persona que estás conociendo; y por otro lado, porque la relación no acaba cuando se acaban los sentimientos, sino porque cada uno vuelve a sus respectivas vidas. Por tanto lo dejamos cuando está en su máximo esplendor». Y eso marca. «Y tanto, incluso, algunos amores de verano perduran más en la memoria que otras relaciones más consolidadas», apunta la psicóloga.

El cine, por otra parte, siempre se ha revelado como un acicate para este tipo de relaciones. Ivorra lo justifica con una pregunta: «¿Quién no ha soñado con un amor como el de Baby en Dirty Dancing?». Pero claro, ya sabemos que «el cine lo sobredimensiona todo, creando falsas expectativas», remata.