Alberto y Juan Antonio reconocen que los sin techo son una molestia para los vecinos. | Click

TW
10

Como casi cada mañana, Alberto Robles, un palmesano de 50 años de edad que reside en sa Placeta, y Juan Antonio Fernández, un inquero conocido como Moriche, que desde hace 12 años vive en la cárcel vieja, ven pasar las horas sentados en la plaza de Cas Capiscol, al lado del Mercadona.

Y decimos ver pasar la mañana porque la vida y sus circunstancias les han llevado a la situación de sin techo, lo que equivale a ser algo así como un sin nada. De ahí que se hayan tenido que buscar la vida como han podido. Ha sido por caminos no siempre fáciles y gran parte de ellos acompañados por la droga y con parada, a veces, en la cárcel. Son dos losas por las que se paga caro, tanto como que uno se queda sin nada, como Alberto, o con casi nada –500 euros al mes–, que es tan poco, que no les basta para pagar el alquiler del techo más humilde que haya en la Isla. Por eso vive en la cárcel vieja.

Habla siete idiomas

Alberto, que está sentado en el suelo, apoyando su espalda en la pared, tras encender un pitillo, nos cuenta que durante un tiempo trabajó en el sector turístico. Hacía de guía. «Además de hablar español, hablo siete idiomas: inglés, francés, alemán, holandés, italiano, ruso y catalán. ¿Qué cómo llegue hasta aquí? Primero, tonteando con la droga y luego enganchándome a ella. La dejaba durante un tiempo para volver otra vez, lo cual hace que todo lo demás se tambalee o se eche a perder. Yo, por ejemplo, solo tengo cotizados tres años. Durante una cuarta parte de ellos, por una serie de circunstancias, estuve preso, puesto que lo uno lleva a lo otro. Ahora estoy bien, pero no tengo trabajo. Tampoco tengo ingresos, por lo que no me queda más remedio que vivir en sa Placeta y vivo, ya digo, sin nada… Porque tampoco encuentro trabajo, ¿sabe? Y sin techo y sin trabajo, uno no avanza, sino todo lo contrario».

Él dice que, cuando menos, como intérprete, podría valer, «pero –repite–, no encuentro trabajo», lo cual le lleva al estado en el que está: el de no tener nada, durmiendo por las noches en sa Placeta y, durante el día, desde la mañana a la noche, viviendo en la calle, «porque allí –se refiere a sa Placeta–, nada tienes que hacer, salvo asistir a unos cursillos que no sirven para nada. Por eso me vengo por aquí».

No tener techo marca

Alberto es consciente de que personas como él, que se pasan el día en un lugar como el que están ahora, «somos un problema para los vecinos, pero, ¿dónde vamos? Algunos son problemáticos, pero no todos. ¿Qué hacemos si no tenemos trabajo, ni nada que hacer, ni siquiera una habitación, lejos de centros de acogida, donde dormir?». Ese es el problema: no tener techo marca. Es la madre de todas las batallas y muchos, entre ellos Alberto –de momento– la tienen perdida.

«¿Usted cree que si los que mandan se dieran una vuelta por los centros de acogida que dependen de ellos, se darían cuenta de la realidad de los que viven ahí, en ellos?», le preguntamos. «Sí, de verdad que no estaría de más pasaran aunque solo fuera una noche en uno de esos centros… Se darían cuenta que no son lo que imaginan».

La droga acaba con cualquiera

La historia de Moriche es similar a la de Alberto. Era albañil, casado por la Iglesia con una mujer que le dio un hijo y dos nietos. Se separó. «Al morir ella y al quedarme solo, entré en depresión. Visité Son Banya y ahí se acabó. Se complicó todo. Y es que la droga termina con cualquiera. Encima, tiempo después, trabajando, me caí desde un quinto piso y si no me maté, fue por un milagro. El médico me dijo que no andaría más, pero se equivocó. Porque como ve, ando. Por esa caída cobro unos quinientos euros al mes, lo cual me obliga a vivir en la cárcel vieja, pues no me da para un piso. Hasta no hace mucho compartía mi vida con una mujer, pero nos separamos y ahora ella está con mi hermano. Pero somos buenos amigos». Según se dice, le comentamos, «les van a echar de la cárcel, pues van a construir».

«Sí, es lo que dicen, pero… ¿Dónde nos meten a nosotros? Porque no es justo que nos echen de allí y nos quedemos en la calle. Por tanto, ¿qué alternativa nos darán para que estemos bajo un techo? ¿Sabe? –prosigue tras meditar dos segundos– ¿Sabe lo que tendría que hacer el que manda?», se pregunta. «Pues no tirar la cárcel vieja y convertir cada dos celdas en una especie de casa: una celda como dormitorio y la otra como comedor y cocina. Y como son tantas, cabríamos muchos… Eso, desde luego, sería mejor que tirar la vieja cárcel para construir no sé qué, obligando a los que ahora vivimos allí a que nos quedamos en la calle… Y luego los políticos hablan de construir viviendas sociales… Por otra parte, si se preocupan por los que vienen en patera, a los que ayudan y buscan casa, ¿por qué no hacen lo mismo con los que vivimos en la calle, casi todos españoles?», incide.

Venta de pastillas

Luego, con Alberto, nos acercamos hasta el parque de Can Simonet para que nos muestre dónde se suelen reunir, pero está cerrado. De regreso a la plaza, Alberto enciende otro pitillo de tabaco, pues huele a tabaco, no a porro. ¿Es cierto que como droga algunos utilizan las pastillas que les receta el médico?, le preguntamos. «Los que se drogan –explica– suelen mezclar las pastillas llamadas Lyrica, indicadas para el tratamiento de la ansiedad y la epilepsia, con alcohol. Algunos compran pastillas a los que las tienen. Estos las venden a euro la unidad y dejan de tomárselas, con lo cual salen perdiendo ambos».

Y sí, pasa eso. Pero así es la vida de los que no tienen nada; personas que, al carecer de otros recursos, tratan de sobrevivir al precio que sea y más cuando quienes mandan, como saben que ni votan ni cotizan, no les prestan la atención que debieran. Lo decimos porque a cada día que pasa hay más gente en la calle. Pasa que hay que salir a ella para verlo. Y hablar con ellos. Por ejemplo, con Alberto, preguntándole si se ve en condiciones de trabajar como guía, por ejemplo.