Los siete países más industrializados del mundo, entre ellos Canadá y Japón, acordaron aportar casi veinte mil millones de euros en ayudas a la economía de Ucrania. Es un gesto más de aislamiento y presión frente a la invasión de Rusia. La decisión tiene un valor simbólico, aunque reafirma la unidad del bloque occidental de rechazo a la ofensiva bélica iniciada por Vladímir Putin que todavía parece lejos de concluir. La cuestión es cuánto durará el pulso económico, diplomático y social en esta guerra. Moscú se muestra insensible, de momento, al bloqueo con la esperanza de que la demanda del gas y del petróleo de la Unión Europea hará ceder el cerco y admitir sus exigencias territoriales.
Estrategia errática.
Resulta paradójico que la estrategia y objetivos de Putin en Ucrania todavía sean un misterio. Las especulaciones iniciales –forzar un cambio de Gobierno sometido al Kremlin– han quedado descartadas y ahora todo parece indicar que pretende consolidar las anexiones de las regiones del Donbás y Crimea. Los avances bélicos, el último en Mariúpol, se logra tras cruentos enfrentamientos de las tropas y con severas bajas por ambos bandos. Nada se sabe de cómo está asimilando la sociedad rusa el goteo de bajas que está provocando la guerra. Es un aspecto que Putin silencia desde el primer momento; consciente de que este es uno de los puntos más frágiles de toda su escenificación del conflicto.
Alcanzar el límite.
La posición del G-7 supone un avance más en el intento de aislar y de debilitar a Putin desde los países occidentales. El gran gigante chino sigue, por el momento, manteniendo una posición de aparente equidistancia en una guerra cuyas consecuencias tienen un ámbito global, como ya ha advertido la ONU en referencia a la escasez de cereales procedentes del gran granero mundial que es el campo ucraniano.
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