El Gobierno del PSOE aliado con la ultraizquierda ha anunciado que pretende convertir en delito la apología del franquismo. Muchos juristas ven la posibilidad como un intolerable atentado contra la libertad de expresión. Y no pocos de ellos le dan un recorrido muy corto porque, aseguran, contraviene con claridad la Constitución. Ojalá todo quede en nada o, en el peor de los casos, el Tribunal Constitucional se la cargue porque en efecto es uno de los peores ataques a la democracia desde que ésta existe en nuestro país.
Quizá sea una casualidad sin importancia, sin embargo casi al mismo tiempo que se conocía el interés del socialismo de Pedro Sánchez y de Podemos en legislar contra la libertad de expresión, la sección sindical de CC.OO en RTVE exigía a la dirección que vetase una entrevista con el líder de Vox, Santiago Abascal, argumentando que es un peligro para la democracia. La forma más efectiva de carcomer la democracia es la de esos estalinistas que pretendían dejar sin derecho de expresión a Abascal, que aún siendo, que lo es, un neofascista, le acoge el mismo derecho a expresarse con libertad que a cualquier otro ciudadanos. Un inciso importante: la dirección federal de CC.OO se desmarcó de la pretensión totalitaria de sus agentes de RTVE. Lo cual está muy bien, pero se notaron a faltar posiciones públicas inequívocas a favor de la libertad de expresión de Abascal de aquellos que tanto claman por ella cuando se la ataca desde la derecha, comenzando por los sindicatos y asociaciones de periodistas que han practicado en este caso la vergonzosa mudez interesada.
La libertad de expresión no puede ser matizada por ideología alguna o interés político de circunstancias. No es para unos, no es para lo que a cada uno nos guste oír. Es para todos. Y cuando se la defiende con mejor encomio es cuando lo que oímos nos produce arcadas y sin embargo reconocemos el derecho a expresarlo. No hace falta recurrir al manido ejemplo de lo que dijo Churchill al respecto en recordada ocasión, basta ver lo que acontece en nuestro país para darse cuenta de la trascendencia que tiene la intención del Gobierno de atentar contra la opinión libre. En efecto, los demócratas hemos criticado – nunca de forma suficiente – la condena a Valtonyc y la existencia de delitos como el enaltecimientos del terrorismo, las injurias al Jefe del Estado o los castigos legales por atentar contra el sentimiento de creencias extraterrenales porque son rémoras de excepciones legales del todo incompatibles con la democracia y a pesar de ello las padecemos y nos avergüenzan continuamente en Europa. Mismamente: la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que en 2018 anuló la condena a dos activistas separatistas catalanes que habían sido castigados por quemar retratos del Jefe del Estado; los magistrados concluyeron que se trataba de un hecho acogido por la libertad de expresión. Si los demócratas y en especial los periodistas de esa orientación ideológica defendemos con ahínco el derecho a expresar cualquier opinión sin la amenaza de la persecución legal, tal derecho no puede verse limitado por una ideología cualquiera y es inaceptable que no exista la misma capacidad de expresar cualquier idea, incluidas la contrarias alas libertades. La fortaleza de la democracia se basa en que no se castigan opiniones. Con las limitaciones, claro está, que son de sentido común: insultos, amenazas, intromisiones en intimidad y contra el honor, etcétera. De ningún modo cabe entender como parte de esos casos la expresión de una opinión o idea, por mucho que sea defensora de los valores o hechos del franquismo. Sólo los antidemócratas comunistas pueden justificar una actuación liberticida así.
Talmente esto último hacía Pablo Echenique, dirigente de la formación ultraizquierdista que lastra al PSOE a posiciones peligrosas, cuando defendía proscribir que la libertad de expresión ampare la defensa del franquismo. Aseguraba que ocurre algo igual en Alemania para con el nazismo. Es curiosa esta obsesión de los totalitarios hermanados -los que como Echenique son de ultraizquierda y los que como Abascal son de ultraderecha - en invocar el caso germánico. Dicen los neocomunistas que la apología del nazismo está allí prohibida. Y dicen los neofascistas que lo están los independentismos y comunismos. Unos y otros ocultan una parte de la realidad que es esencial. Bien saben todos ellos que una Constitución democrática se basa en el hecho seminal de ser refrendada por sus ciudadanos o, al menos, que los que la aprueban sean elegidos en libertad y sin cortapisas en su actuación, y que ésa es su fuerza principal que la separa radicalmente de cualquier norma fundamental no democrática. Pues bien, en Alemania no ocurre así. Ni siquiera se llama Constitución. Y no es por casualidad. La Ley Fundamental de la República Federal fue aprobada en 1949 por un cuerpo legislativo impuesto por las potencias ocupantes de una parte del país: Estados Unidos, Reino Unido y Francia. Y fueron los gobiernos de estos tres invasores los que tutelaron e hicieron aprobar la Ley Fundamental que nunca fue refrendada por el pueblo. Ni siquiera cuando se dio la unificación del país y se restó al nombre lo de “Federal” para convertirse en la Carta legal básica de toda Alemania. Cierto es que en otros países de democracia antigua tampoco hubo refrendo popular de su respectiva Constitución pero el legislativo que las aprobó era electo -según las normas coetáneas vigentes en cada caso, no por fuerza homologables a lo que hoy entendemos por tal - y no tutelado. Otrosí: medio país había caído bajo la salvaje bota de la dictadura comunista cuando se redactó la Ley Fundamental de la República Federal y a la sazón esta porción del territorio, por si faltaba algo, todavía estaba bajo el proceso legal de desnazificación que duró hasta 1951, amén de que se conocía la existencia de un grupo terrorista nazi –el Werwolf – que atentaba contra los ocupantes y que al diluirse pasó a ser parte del más preocupante ejército alemán en la sombra formado unos 2.000 efectivos de las fuerzas armadas nazis -no pocos de sus altos oficiales y generales lo fueron después del ejército regular alemán- cuyo objetivo era tomar el poder en caso de amenaza soviética. O sea: las prevenciones antidemocráticas previstas en la Ley Fundamental se pueden entender por el contexto que se daba entonces en Alemania, pero con el transcurrir de las décadas algunos de tales recelos legales en nada han quedado en la práctica -hasta 3 partidos comunistas ha habido en el país y en Baviera su Partido Nacionalista es independentista y nunca se ha prohibido a ninguno de ellos participar en las elecciones, al contrario de lo que sostiene la ultraderecha española– y la que queda de aquellas excepciones antidemocráticas, como es la limitación de la libertad de expresión para que no acoja la apología nazi, de ninguna manera pueden ser un ejemplo a seguir -como pretende nuestra ultraizquierda - para un demócrata hoy en día en España, más bien hay que huir de ellas como de la peste, porque tal son este tipo de limitaciones que lejos de proteger las libertades y la democracia lo que hacen es carcomerlas con más eficiencia que los propios totalitarios, sean neofascistas o neocomunistas.
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